Estamos por terminar el año y nos aguardan dos hermosas fiestas, la Navidad y el Año Nuevo. La primera es la de la revelación del amor, de la unidad, del servicio; la segunda, la de la apertura a la esperanza de que aquello que se nos ha revelado sea en cada momento de la vida. Me pregunto, sin embargo, ¿cómo podemos celebrarlas en un México ensangrentado, en el México del poder, de la humillación, del desprecio, de la ausencia de paz y de justicia? Yo no tengo otra manera de hacerlo que recordando dos historias de amor cuya profundidad y fuerza señalan como un dedo acusador la violenta inoperancia del Estado y la deuda de paz y de justicia que nos sigue debiendo, las de Nepomuceno Moreno y Roberto Galván.
Los conocí cuando el 5 de mayo de 2011 marchamos de Cuernavaca rumbo a la Ciudad de México. Duros y recios, tenían entrañas de madre: buscaban, como miles de víctimas, a sus hijos –Jorge Moreno León y Roberto Galván Llop– desaparecidos –el primero el 1 de julio de 2010, en Sonora; el segundo el 28 de enero de 2011 en Nuevo León– por los vínculos que las instancias judiciales y funcionarios de gobierno tienen con el crimen organizado. Los vi caminar miles de kilómetros con los retratos de sus hijos en alto, llorar y abrazar a otras víctimas, hablar alto frente a las instancias de gobierno; los vi, sin recurso alguno, investigar, descubrir pistas de los plagiarios y ponerlas sobre las mesas de las procuradurías; vi su dolor, su esperanza contra toda esperanza, su inmenso amor por la justicia, que es una respuesta al odio; asistí también a su fracaso. El 14 de octubre de 2011, en el segundo diálogo por la paz con Felipe Calderón, Nepomuceno Moreno se dirigió a él. Estaban a unos cuantos centímetros de distancia: le dio los nombres de quienes habían desaparecido a su hijo, le dijo que a causa de sus indagaciones y denuncias estaba amenazado de muerte y que le pedía su apoyo. Un mes y medio después, el 28 de noviembre, lo asesinaban a balazos en una calle de Hermosillo, Sonora. Ni Guillermo Padrés, el actual gobernador de Sonora, ni el entonces procurador de Justicia de ese estado, Abel Murrieta –hoy diputado local del PRI–, ni Calderón hicieron ni han hecho nada por la justica. Lejos de ello, los dos primeros criminalizaron a don Nepo y el otro sigue perorando por el país.
El 1 de noviembre de este año Roberto Galván murió también. Desde la desaparición de su hijo su salud se había quebrantado. Un tumor en el cerebro se lo llevó sin haber encontrado al pequeño Roberto, campeón de ajedrez. El saldo: dos hijos desaparecidos, dos padres que murieron solos, abandonados, aguardando inútilmente la justicia, los criminales impunes, dos funcionarios que con un cinismo y una desvergüenza que carece de nombre continúan en funciones, administrando la impunidad y el crimen en Sonora, un expresidente que se pasea por el país con la suficiencia de un saduceo y un nuevo gobierno federal que, a pesar de haber asumido la responsabilidad de las víctimas, muy poco o casi nada ha hecho por ellas.
Las muertes de don Nepo y de don Roberto –símbolos de otras miles como las de ellos– me duelen y me seguirán doliendo. Pero más me duele la manera en que el Estado los condenó a una doble condena: la de no haber encontrado a sus hijos y llevarlos a la muerte. Un Estado así, que no es capaz de dar paz, justicia ni seguridad a sus ciudadanos –fundamentos de su legitimidad y de su razón de ser–, que tiene 94% de impunidad, que protege a funcionarios corruptos y criminales, que nos engaña con reformas estructurales que están tensando más a la nación y que irán al fracaso –ninguna reforma fundamental puede prosperar en un país de injusticias, de muertos y desaparecidos–, que quiere sepultar la violencia y a las víctimas en el silencio de las fosas comunes, es todo –un Estado fallido, un Estado criminal, un narcoestado–, pero no un Estado. Su corrupción y su desprecio aterran.
En la presencia que guarda mi memoria de don Nepo y de don Roberto, veo sin embargo al Niño de Belén que nos espera en la encrucijada de este fin de año. Ellos, como ese niño, son la imagen del amor. No la del poder que envilece, que usa, que desprecia, que ignora, que destruye, que oscurece, sino la inerme, pobre y simple luz de una vela. Esa luz, que brilla en las tinieblas, es también un dedo que señala al Estado y a la sociedad y les dice que mientras las víctimas sufren en la oscuridad y el frío, los malvados, bajo el desprecio del Estado y la indiferencia de una sociedad que ha vuelto a ignorar el dolor y su injusticia, continúan intrigando, humillando, destruyendo, traicionando; les dice también que la deuda continúa y que esa pobre y maravillosa luz seguirá brillando hasta que haya una justicia para todos los Nepos y los Robertos. Su flama, en medio de esta trágica noche, nos llama a vivir estas fiestas –momentos de detención y reflexión– en un recogimiento profundo que nos lleve a buscar para el próximo año el lugar del amor, con el que esos hombres vivieron, y que está hecho de la justicia y de la paz que les debemos y nos debemos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Leído en http://www.enlagrilla.com/not_detalle.php?id_n=30678
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