jueves, 19 de diciembre de 2013

Lydia Cacho - Perder la vida, renacer

Hay diversas formas de acercarse a la muerte. Un secuestro cuya tortura psicológica nos hace sentir un minuto si, otro no, que estamos a punto de perder la vida. La incertidumbre es una compañera cruel pero la acunamos entre el corazón y la espalda porque al menos nos acompaña y eso es ya decir mucho en momentos de terror constante. Creo que pensamos en la palabra perder porque alguien la arrebata sin pedir permiso. Entre el miedo y la desesperación creemos que ya todo está perdido, y a pesar de saberlo, miramos a los ojos a los torturadores en busca de un destello de humanidad que les haga recordar que la vida es preciosa y nadie debería arrebatarla. 





 
Pero la vida no se va para quienes sobrevivimos, entonces nos refugiamos en los brazos de los seres queridos, saboreamos a cada segundo la solidaridad inconmensurable y el afecto inesperado de desconocidos. Paladeamos el agua pura, comemos un limón con chamoy para disfrutar la acidez de una travesura de la infancia; montamos la bicicleta y tras cada pedaleo jugamos con el viento mientras la vida nos acaricia sin importar nuestro nombre. Pero cada año, en las noches del aniversario del suceso la memoria hace lo suyo. Sin pedir permiso, arroja las canicas del recuerdo a media noche, nos devuelve imágenes de esos instantes en que la vida no fue nuestra sino de los captores, en que el futuro eran sólo seis letras torcidas, derramadas en el cristal sucio por el que vimos pasar a la muerte como si fuera la vida disfrazada de espanto.

No es una casualidad que todos los torturadores, los secuestradores aseguren a su víctima que ha sido abandonada por su familia, que allá afuera a nadie le importa su destino y que su vida vale muy poco. Porque la muerte, así de golpe no espanta a nadie. El verdadero miedo consiste en su advenimiento, es las dosis lentas como un suero que a cada gota advierte un sufrimiento inexplicable, es la malabarista del horror que a cada segundo advierte un nuevo truco lastimoso, amargo, golpe seco al vientre desprotegido. Después de esa, de la muerte, el mayor miedo que sentimos es siempre el miedo al abandono; nos hace sufrir la amenaza de la pérdida. La pérdida de un ser amado, arrebatado por la violencia o por el fin de la vida natural. La pérdida de una pareja a quien consideramos alguna vez cómplice para el resto de nuestras vidas. La pérdida es abandono, el abandono deja huella de orfandad, la orfandad de un amor que cobijaba, que era cómplice rutinario de nuestras carcajadas y desvelos. 

La pérdida es la tierra que se abre a nuestros pies, sin dar aviso caemos en el abismo de la soledad y apenas nos da tiempo de mirar hacia abajo. No importa cuantas veces nos lo hayan dicho, no importa cuántos poetas le hayan recitado desgarrando sus voces. La pérdida, nuestra pérdida, no se parece a ninguna. El abandono es un visitante que nos acompañará siempre, con cada huida, con cada defunción cambia de nombre, de rostro, pero se hospeda igual en nuestra habitación a oscuras, en el equipaje hecho a la carrera, en el abrigo que nunca protege lo suficiente del frío en los huesos. 

Y sí, a veces morimos un poco con la violencia. Y sí, sobrevivimos ante el azoro de nuestra memoria. Y sí, a veces el que se va se muere y nos deja huérfanos. Y sí, a veces el que se fue va en busca de una vida nueva que no reconozca el olor de tu piel y la manera en que abrazas como acunando todo el amor del mundo. Y sin embargo, de manera inexplicable renacemos, sobrevivimos, reconstruimos el alma con la pedacería rescatada del naufragio. Nunca seremos las personas de antes; nunca más seremos los mismos, pero seremos al fin los que se pueden refugiar en un abrazo amoroso, los que sonríen y toman un tequila, los que escriben y bailan, los que aman y una y otra vez encuentran el cariño en un destello de vida. En este instante preciso, aquí y ahora.

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