viernes, 17 de enero de 2014

Juan Villoro - Mano de sombra

Leer las 659 páginas de JFK: Caso abierto produce la abrumadora impresión de haber formado parte de la Comisión Warren que hace cincuenta años indagó el asesinato del presidente Kennedy.

En forma tan apasionante como opresiva, el libro de Philip Shenon reconstruye el trabajo de los abogados encargados de resolver el caso. Casi todos habían egresado de Harvard y Yale. Su formación no estaba en duda. Tampoco lo estaba el prestigio de Earl Warren. Como gobernador de California y ministro de la Suprema Corte, había ampliado los derechos civiles. Republicano en la cuerda de Lincoln, era un hombre de confluencia. Rehusó hacerse cargo de la Comisión hasta que Lyndon B. Johnson le montó un melodrama de guerra fría: si se probaba que el magnicidio era obra de la Unión Soviética, se desataría la guerra atómica (“debes impedir que mueran 40 millones de estadounidenses”, dijo Johnson).

Una cadena de torpezas manchó la indagación desde su inicio. La policía de Dallas suprimió pruebas y la autopsia de Kennedy se hizo en un hospital de la Marina porque él había pertenecido a ese cuerpo (los forenses navales destazaron el cuerpo, dificultando la averiguación).

La Comisión se integró con expertos en jurisprudencia, al modo de un tribunal, pero tuvieron que hacer una complejísima investigación para la que no estaban capacitados.




La desaparición de datos al interior de la CIA y del FBI sin conocimiento de los altos mandos; la suficiencia del legendario jerarca del FBI, J. Edgar Hoover, para fingir que tenía información y distorsionarla con verdades a medias, y la pugna del fiscal Robert Kennedy con Johnson entorpecieron más la indagación.
Los afectos a la teoría de la conspiración disponen de numerosas causas para el asesinato: Robert Kennedy planeaba matar a Castro y los cubanos se le adelantaron; la Unión Soviética liquidó a su principal enemigo; la CIA se vengó del castigo recibido después del fracaso de Bahía de Cochinos; el vicepresidente Johnson, que ironizaba sobre la mortalidad de los titulares del cargo, encontró un modo de gobernar sin someterse a elecciones. A pesar de su milimétrica reconstrucción, Shenon no puede aclarar nada al respecto.
El principal cabo suelto que descubre tiene que ver con México. Poco antes de cometer el magnicidio, Oswald estuvo en el Distrito Federal y visitó las embajadas de Cuba y la Unión Soviética. Fue seguido de cerca por la CIA, que estaba al tanto de su filiación comunista. Oswald había pasado tres años en la Unión Soviética, donde se casó y consiguió con insólita rapidez autorización para que su mujer volviera con él a Estados Unidos. Sus gastos no se podían pagar con su módico salario. Una mano de sombra lo apoyaba.
En México conoció a la escritora Elena Garro en una fiesta donde bailaron twist y fue amante de Silvia Durán, que tenía vínculos con la diplomacia cubana. Cuando se enteró del asesinato, la autora de Los recuerdos del porvenir alertó a la embajada de Estados Unidos de las actividades de Oswald en México. El diplomático Charles Thomas escribió reportes al respecto, pero fueron ignorados y su carrera se truncó de manera arbitraria, llevándolo al suicidio.
Shenon sigue esa pista perdida. La estación de la CIA en México era un baluarte del contraespionaje y compraba información a numerosos miembros del gobierno mexicano. Curiosamente, las fotografías y los informes sobre Oswald desaparecieron de los archivos. Otro dato singular es que la CIA dejó de vigilarlo en Dallas durante la visita presidencial.
¿Qué podemos sacar en claro? Resulta difícil aceptar la hipótesis de una conspiración internacional comisionada a un hombre de carácter incierto, con el elevado riesgo de producir la última guerra del planeta. Las indagaciones de Shenon confirman que un grupo al interior de la CIA estaba al tanto de las intenciones de Oswald y que le permitieron actuar. Si hubo un operativo, su fin fue ayudar a un asesino “solitario”.
En una nota de pie de página Shenon informa que Manuel Calvillo, exfuncionario de la Secretaría de Gobernación, era “agente involuntario” de la CIA (ignoraba que su contacto en México trabajaba para la agencia). Al enterarse del asesinato, Calvillo pareció entender algo más: le habló a Elena Garro y le dijo que
se escondiera.
¿También Oswald fue un agente involuntario? ¿Creyendo que servía a una causa cumplió otra? Visitó México en busca de una vía de escape a Cuba o la Unión Soviética. Pero su destino se jugaba en otra parte.
Desertor en potencia, no supo qué lealtad obedecía al disparar.


Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=215008

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor, sean civilizados.