A lo largo de su historia, los cambios introducidos a la Ley Fundamental han reformado y deformando su espíritu original y, en particular, las modificaciones hechas el año pasado obligan a reconocer una realidad insoslayable: la Constitución ya no es la de antes. La cirugía aplicada fue mayor.
Aun cuando no lo parezca se cambió el régimen. Importante el hecho en sí, hasta ahora se echa de menos el concepto y el sentido de la transformación. Un cambio relevante cuyo destino es incierto, tanto porque faltan en más de un caso las leyes secundarias como también la instrumentación y aplicación de ellas. Está por verse si la nueva Constitución es gato o liebre.
Quizá, la conseja política recomiende celebrar como si nada el noventa y siete aniversario de la Constitución, aun cuando ésta ya no exista. Ojalá, el presidente de la República escape a esa tentación y el próximo miércoles reflexione en torno a qué queda de aquel documento y qué pretende el vigente. La efeméride es oportunidad para que el discurso presidencial exponga el concepto y la pretensión de la nueva Constitución y prescinda del almidón que entiesa y solemniza las palabras hasta quebrarlas.
La Constitución de 1917 no es la Constitución de 2013.
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Hasta ahora, el discurso presidencial relativo a las reformas constitucionales emprendidas ha evitado o eludido, quizá por estrategia -diciéndolo con benevolencia-, hablar de ellas en conjunto. Se han presentado una por una y de un modo inconexo, sin explicar su vértebra y articulación y sin exponer la visión global.
Sin entrar a especular por qué se ha hecho de ese modo, la conmemoración del 5 de febrero se antoja como fecha ideal para escuchar la causa de fondo por la cual se resolvió -si se resolvió- cambiar de régimen. Vistas de conjunto, las reformas suponen y pretenden un cambio de régimen.
Se ajustó el régimen político-electoral, el educativo, el energético, el administrativo, el fiscal, el hacendario, el financiero, el laboral y el de las telecomunicaciones. No se reformaron algunos aspectos de esos regímenes, se modificó su vértebra. Si de por sí solas inciden en áreas fundamentales de la política y la economía, en conjunto replantean la relación de y entre los mexicanos en la multidimensión de su expresión y actividad. El total de la suma arroja por resultado un cambio de régimen.
La gran interrogante es si desde su planteamiento así se concibió o si al operar las reformas una por una, en el marco de la subcultura política del canje o el chantaje, por accidente se dio un cambio de régimen. De la respuesta -no sólo en el discurso sino también en la práctica- dependerá reconocer si se fijó un nuevo horizonte nacional o si se anuló sin darse cuenta.
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La manía y la miopía política han dado lugar a una práctica terrible, se operan cambios diversos sin mirarlos de conjunto ni considerar el entorno, creyendo que si se desplaza una pieza del tramado no se altera la estructura en su conjunto.
Si se escapa a ese vicio, es evidente que se tocaron capítulos fundamentales de la Constitución. La misma división de poderes se trastocó. Prevalece, desde luego, en el enunciado constitucional, la idea de que los Poderes de la Unión se integran por el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, pero la creación, el crecimiento o el fortalecimiento de la decena de órganos autónomos ahora existentes plantea, visto en su justa dimensión, un nuevo poder constitucional no del todo integrado y articulado con los demás.
Es una realidad inexplicada, a la cual se agrega un dato curioso: el diseño de la integración de esos órganos parte de la correlación de fuerzas de los partidos al interior del Poder Legislativo y, entonces, esos órganos se integran de modos distintos. No hay principio general en la filosofía de su integración.
Otra novedad de la nueva Constitución es el renacimiento del centralismo a costa del federalismo. Se reconcentra el poder en el centro de la República, por fortuna, no sólo en la figura principal del presidente de la República, pero sí en esos órganos, abdicando de la idea federalista. Suena bien ponerle rienda a los poderes estatales en las entidades, pero suena mal el método. El subdesarrollo de los partidos políticos, particularmente opositores, pareciera quererse subsanar jalando al centro los hilos y los instrumentos de control. Y, en esto asombra, el cinismo de los partidos y el silencio, disfrazado de disciplina, de los gobernadores.
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Se entiende, desde luego, que el límite y el horizonte de los cambios constitucionales hayan quedado sujetos a la negociación política, pero resulta inaceptable que la arquitectura de la Ley Fundamental se cimente en una estructura no calculada, sino derivada de jaloneos y tironeos, canjes y trueques que, al aterrizarlos, den por resultado un adefesio legal difícil de reglamentar, operar y aplicar.
Inquieta, en particular, la precipitación con que se aprobaron la reforma políticoelectoral y la energética. Reformas sancionadas por un parlamento, en la idea de Soledad Loaeza, sin parlamento, por un órgano de representación popular pervertido hasta convertirse en un órgano de representación de dirigencias partidistas, divorciadas de la ciudadanía e insertas en pleitos internos por el control de la dirección de sus respectivos partidos.
Si el presidente de la República debe una explicación a la nación del cambio de régimen, el panista Gustavo Madero y el perredista Jesús Zambrano deben una explicación a la militancia y los simpatizantes de sus partidos.
Seguir en la idea de que se introdujeron unos cambios constitucionales por aquí y otros por allá, sin reconocer que se trastocó la Ley Fundamental hasta generar un cambio de régimen, es confesar que el gobierno y las oposiciones no tienen claro qué fue lo que hicieron.
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A unos días de la conmemoración de aquella Constitución, sería conveniente saber al menos si la efeméride se sostendrá aun cuando la Ley Fundamental sea otra.
sobreaviso12@gmail.com
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