lunes, 17 de marzo de 2014

Jesús Silva-Herzog Márquez - Sumisión a las milicias privadas

Un encuentro bastó para que George Bush comprendiera a Vladimir Putin. Una conversación fue suficiente para hacerse un juicio definitivo del hombre. Al verlo, el texano supo todo lo necesario. Había descifrado quién era y qué podía esperarse de él. Lo vi a los ojos y pude conocer su alma, dijo Bush. Es un hombre confiable. La misma celeridad de juicio, idéntico error de percepción fue el del procónsul que fue enviado para lograr la paz en Michoacán. Tan pronto se entrevistó Alfredo Castillo con los grupos que se levantaron en armas los encontró admirables. Podía confiarse en ellos. "Los últimos diez años he estado relacionado con el trato con delincuentes (sic), aprendes a distinguir quién es un delincuente y quién actuó en una circunstancia (sic)". Para el enviado a Michoacán los grupos de autodefensa no podían ser delincuentes: ¿cómo podían ser criminales si actuaban en una circunstancia?







El gobierno federal no se alió a las autodefensas, se subordinó a ellas. En las autodefensas encontró una salida a su ofuscamiento. Durante un año siguió la inercia de la administración previa. No hizo nada nuevo, no propuso algo distinto. Creyó que el tiempo resolvería el problema o permitiría olvidarlo. Cuando la tranquilidad no llegó por vía de la paciencia, encontró la salvación en la privatización de la seguridad. Ese es el plan del gobierno federal para recuperar la tranquilidad en Michoacán. Seguridad proveída por ejércitos privados y dinero público. Ahí está la fórmula federal para la pacificación michoacana. Ciertamente, las autodefensas ofrecían una base de legitimidad a la política del centro, permitieron a las fuerzas federales actuar como colaboradores de los poblaciones locales y no como invasores que vuelven a llegar de fuera para imponer su imperio. Como medida desesperada para repeler a los criminales más dañinos en el estado, puede haber sido, en el corto plazo, eficaz. Como estrategia para instaurar un orden perdurable, para ganar la tranquilidad con base en la ley ha sido un previsible despropósito.


Las autodefensas han definido la estrategia para combatir a los criminales más dañinos. Han asumido el mando mientras el gobierno federal las observa y las protege. Ese es el espectáculo que el Estado mexicano ha montado en las últimas semanas. Su papel ha sido servir de escolta al servicio de ejércitos privados. Las fuerzas federales guarecen a los grupos civiles armados que encabezan la recuperación territorial de Michoacán. El Estado no solamente muestra su subordinación a los paramilitares con los que se alía; exhibe también su ceguera. El proconsulado que se ha instaurado en esa entidad depende de la información de las autodefensas. Sus líderes señalan con el dedo a los enemigos que hay que combatir, mientras abrazan a los aliados que merecen protección. Lo importante, ha dicho el mismo comisionado, no son las armas de las autodefensas: es su información. En efecto, las autodefensas son el lazarillo de un gobierno no solamente débil sino ciego. El gobierno federal acepta el veredicto de sus conductores como si fuera el único. No importa si el señalado como enemigo es una autoridad electa; no importa que el aliado tenga una larga historia de crímenes.


He hablado de las autodefensas y me pregunto si la palabra es aceptable. Llamar "autodefensas" a estos ejércitos privados es evadir su naturaleza e ignorar su proceder como milicias independientes que no solamente protegen de la agresión sino que se lanzan a la "toma" de territorios sometidos. Mientras los ejércitos privados toman poblados, el gobierno federal observa. Desde el momento en que el gobierno decidió aliarse con estos grupos estuvo dispuesto a excusar la ilegalidad, en cobijarla, más aún, en cobijarse en ella. A la falta de una estrategia propia, el gobierno ha adoptado una estrategia ajena: la de los ejércitos particulares.


La detención de uno de los comandantes de este ejército, la revelación del pasado delincuencial de otros tantos líderes, la exhibición de los abusos cometidos en nombre de la autodefensa era el desenlace previsible de la ocurrencia gubernamental. Cuando se permiten ejércitos privados, se absuelven y se estimulan las más graves transgresiones, se autoriza su financiamiento ilegal, se acepta la existencia de un padrinazgo ignominioso. Sigo pensando que la alianza del gobierno federal con las milicias privadas no es el atajo a la pacificación sino que es, más bien, una ruta para perpetuar el conflicto.
 

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