Durante una sesión solemne celebrada el 1o. de mayo de 1707 en el Palacio de Westminster, los antiguos parlamentos de Inglaterra y Escocia dejaron formalmente de existir para dar vida al nuevo Parlamento de la Gran Bretaña, de acuerdo con el Tratado de Unión del 22 de julio de 1706. Si bien las dos naciones habían compartido monarca desde que Jacobo VI de Escocia heredase el trono de Inglaterra a la muerte de su prima Isabel I -adoptando el nombre de Jacobo I-, habían conservado sus respectivas instituciones y una soberanía casi absoluta sobre sus asuntos internos. De este modo, aunque la unión se celebró de forma voluntaria, muy pronto aparecieron las voces críticas que consideraban que Escocia había pasado a convertirse en una dependencia de Londres. (Hoy, cuenta con una considerable autonomía).
Ese mismo año de 1707, el nuevo rey de España, Felipe V de Anjou, firmó los Decretos de la Nueva Planta que suprimieron los fueros que habían disfrutado los reinos de la Corona de Aragón tras su unión dinástica con Castilla derivada del matrimonio de los Reyes Católicos en 1469. En este caso, la medida no derivó de un acuerdo más o menos amistoso, sino de la Guerra de Sucesión en la cual Cataluña, Valencia y Baleares apoyaron a Carlos de Austria, el odiado rival de los borbones, el cual finalmente sería derrotado en 1710 (aunque los castellanos sólo se harían con el control de Barcelona en 1714). A partir de su implantación, los Decretos le arrebataron a Cataluña sus privilegios y la sometieron a los designios de Madrid hasta que en 1975 se convirtió en una comunidad autónoma con enormes competencias propias.
Luego de tres siglos, escoceses y catalanes se aprestan a celebrar sendas consultas para determinar sus deseos de pertenecer a Gran Bretaña y España o de decantarse por la independencia. Pese a la coincidencia temporal -el referéndum en Escocia está convocado para septiembre, mientras que el de Cataluña podría celebrarse en noviembre-, las diferencias entre ambos procesos son enormes, primero porque el escocés ha sido aceptado a regañadientes por Londres, mientras que Madrid considera que el catalán es ilegal (o, en el mejor de los casos, carente de cualquier consecuencia jurídica), y segundo porque los sondeos vaticinan una derrota de los independentistas en Escocia, que se quedarían en torno al 35%, y su victoria en Cataluña, donde recibirían en torno al 60% de los votos.
Así, mientras el XIX fue el siglo de las reunificaciones (y las expediciones coloniales) derivadas del moderno nacionalismo que acababa de nacer, y el XX el de la descolonización articulada a partir de idénticos principios, el XXI se revela como el siglo de la desunión, como si el pacífico divorcio de la República Checa y Eslovaquia -con el ominoso trasfondo de la desintegración de Yugoslavia- fuese el máximo anhelo al que pueden aspirar sociedades como la catalana o la escocesa (o la vasca, o la bretona o la padana).
Aunque los nacionalismos sean unos de los monstruos más perniciosos surgidos al término de la Guerra Fría, su fuerza actual no sólo deriva de las ideologías excluyentes ferozmente enquistadas en distintas partes de Europa o de la crisis económica, sino de la incapacidad de las élites nacionales para negociar en condiciones de igualdad con las élites locales (y viceversa), en lo que supone más bien un lamentable enfrentamiento entre nacionalismos equivalentes. Basta escuchar cómo hablan numerosos dirigentes madrileños de sus contrapartes catalanas para entender la popularidad del independentismo, del mismo modo que basta con escuchar cómo se refieren numerosos dirigentes catalanistas a sus contrapartes “madrileñas” -jamás dirían españolas- para justificar el centralismo.
Más allá de sus resultados, las aventuras independentistas de Escocia y Cataluña ponen en evidencia tanto la fragilidad de las identidades nacionales -a fin de cuentas ficciones al servicio de unos cuantos- como la perversidad de un sinfín de políticos que no han encontrado mejor forma de acrecentar su popularidad que exacerbando los prejuicios más arraigados de sus electores. El vacío de nuestro discurso político, incapaz de articular nuevos modelos de sociedad en frente a la devastadora crisis del capitalismo que nos aqueja, es el responsable de que, en plena era de la globalización, se derrochen tantas energías en defender banderas, himnos e insignias que no traen a la memoria más que los ecos de infinitas batallas y de sangre.
Leído en http://www.am.com.mx/opinion/leon/unir-y-desunir-8064.HTML
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