viernes, 28 de marzo de 2014

Juan Villoro - Marcar el mundo con la cara

En 2013, el Diccionario Oxford escogió como palabra del año a selfie, no por méritos eufónicos o etimológicos, sino porque describe una nueva forma de comportamiento: el autorretrato digital.

Encontré esta información en un sugerente ensayo de Sergio Octavio Contreras, "El yo como espectáculo", publicado en el revista Etcétera. Siguiendo a Guy Debord, Contreras analiza el exhibicionismo de nuestra época: en temporada de vacaciones, 5.4 millones de ingleses suben fotografías a la red para probar que están de vacaciones, y la popularidad en Facebook depende en buena medida de que los amigos prestigien tus fotos con la operación like.

El yo se expresa con voracidad en la galaxia de fotos que circulan en la mediósfera. Lo interesante es que no se trata de un narcisismo de viejo cuño ni de una celebración de la personalidad. A diferencia de los descarnados autorretratos de Rembrandt, Bacon o Lucian Freud, que no rehúyen las heridas del tiempo, o de las alambicadas poses de Mae West o Liberace, los selfies atrapan el rostro como un dato "natural" y ponen énfasis en el paisaje o el momento que acreditan.







El rostro tiene ahí una función notarial, es el sello que certifica que estuviste en los 100 años de la abuela, la Torre Eiffel o el maratón de Nueva York.

La única habilidad necesaria para autofotografiarse es estirar el brazo. La falta de perspectiva otorga excesivo realce a la nariz y nos concede mejillas de Pepe Grillo, pero esto no importa porque no se trata de un género artístico sino testimonial.

Andy Warhol profetizó que en el futuro todo mundo sería famoso durante quince minutos. En esta irónica utopía, la celebridad sería banalmente para todos. Con el frío cálculo del dandy, Warhol puso su yo en escena para mostrar que no era otra cosa que una cáscara, la inexpresiva superficie de un artista que se identificaba con una marca de detergente.

Sus autorretratos polaroid destacan por la ausencia de gestualidad. La gran paradoja warholiana es que sus homenajes eran fúnebres. Al elogiar el dinero, lo devaluaba. Admirador de las máquinas, buscó imitarlas; la única vacilación interior que se permitía era la de un aparato defectuoso que pinta fuera de registro.

Al publicitar su ego, lo convirtió en mera apariencia, anticipando el selfie.

Hay personajes históricos de los que sólo conocemos un grabado o un par de fotografías. No dudamos del rostro que tuvieron.

El efecto de los millones de autorretratos digitales es distinto. El nieto que dentro de unas décadas recibirá de herencia los selfies de su abuelo, ¿tendrá tiempo o siquiera interés de revisarlos?

Contreras menciona selfies espectaculares, como los de los astronautas que se han captado a sí mismos en el espacio exterior, con la Tierra de trasfondo. Otros pueden ser comprometedores. Cuando Obama alargó el brazo para retratarse con la primera ministra de Dinamarca, aparentemente desató la ira de su esposa.

Esto revela que lo más significativo del selfie no es la imagen en sí, sino el hecho de tomarla.
Estamos ante una nueva manera de marcar el territorio. Si los gatos comienzan el día oliendo las fragantes noticias que otros animales han dejado en el entorno, el cibernauta lo comienza viendo fotos donde lo decisivo no es la cara de Chacho, sino la sorpresa de que esté en Paraguay o de que se haya vuelto a retratar junto a Lupita.

El sentido más desarrollado en el ser humano es la vista. Los selfies comienzan a tener entre nosotros la misma importancia que las secreciones tienen para los olfativos castores.

El espectáculo del yo, como atinadamente lo llama Contreras, difunde la apariencia de una persona y diluye lo que lleva dentro. Al modo warholiano, el rostro se vuelve una cita de sí mismo, una rúbrica, una mancha de identidad.

En su ensayo sobre el graffiti, Norman Mailer señaló que esos muralistas se sirven del spray para decir: "Estuve aquí". A través de un seudónimo, muchas veces indescifrable, dejan la huella de una presencia. Su identidad no tiene por qué ser conocida; disuelven su yo para transformarlo en alias.

Algo parecido ocurre con el selfie. Nadie busca ahí un espejo del alma. En su avasallante reproducción, las facciones son ajenas a la psicología; representan un eficaz emblema, el alias de una especie que marca el mundo con su cara.

Leído en http://www.criteriohidalgo.com/notas.asp?id=228167

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