viernes, 28 de marzo de 2014

Ricardo Raphael - Chacha, gata, criada, fámulla…

Sirvienta, doméstica, muchacha, mi-muchacha, famúlla, nana, mandadera, asistente y la lista continúa. Los sustantivos y también los adjetivos que rondan el oficio de la trabajadora del hogar son extensos en el lenguaje cotidiano de nuestra sociedad. Suele ser así cuando se está en presencia de una población discriminada; los apelativos crecen proporcionalmente al desprecio que despierta ese grupo social.
 
En lengua inglesa, por ejemplo, existe más de una decena de términos para referirse a una persona afro descendiente (nigger, spook, black, blackly, negroghost) y lo mismo ocurre prácticamente en todos los idiomas.
 
Se multiplican las palabras para nombrar y también para no hacerlo, para rodear – como si fuera glorieta – a una persona a quien se le estigmatiza por razones casi siempre injustas.
 
No es cosa nueva señalar la propensión que tenemos en México hacia la discriminación. Tampoco que, entre los oficios más agredidos por el menosprecio, está el de la trabajadora del hogar. A partir suyo se reúne una serie de elementos que históricamente han cargado los dados de manera adversa:
 
 
 
 
 
 
1 de cada 3 trabajadoras no terminó la primaria, 2 de cada 3 no concluyeron la secundaria, 2 de cada 10 no cuentan con ninguna protección de salud, (un porcentaje minúsculo está afiliado al IMSS), 4 de cada 10 trabajan más de 40 horas a la semana, 7 de cada 10 tienen ascendencia indígena, 7 de cada 10 no tienen ninguna prestación formal, 7 de cada 10 ganan menos de 2 salarios mínimos, 8 de cada 10 no cuentan con una pensión para su retiro y 9 de cada 10 no cuentan con un contrato escrito. (Cabe recordar que  9 de cada 10 son mujeres).
 
Objetivamente, los datos tendrían que ser suficientes para aceptar la injusticia que se comete contra este grupo social: 2 millones de personas condenadas a vivir en el sótano de la pirámide social mexicana; una circunstancia avalada por nuestras leyes y tolerada por nuestra autoridad.
Sin embargo, no importa cuánto se argumente, siempre ocurre que un coro amplio de voces se apura a desestimar la injusticia. De un lado están las buenas conciencias que, si bien resienten algo de incomodidad con este resabio de esclavitud, aseguran que en casa a la muchacha (por lo general se agrega el “mi” antes de “muchacha”, para que suene más íntimo), se le trata como a una hija. “Es como de la familia,” afirman: come lo mismo que los hijos, se viste con la ropa de los hijos, mira la tale con los hijos, etc.
 
Tales expresiones hacen explicito lo enredado de la relación. Formalmente se trata de un vínculo laboral pero, en el lenguaje del patrón, éste se viste (¿disfraza?) de conexión afectiva.
 
En vez de suponer que la relación con la trabajadora del hogar se deriva, por sobre todas las cosas, de un acuerdo laboral a partir de la cual pueden, (o no) construirse lazos afectivos, se carga de intimidad el núcleo que conecta al empleador con el empleado, al punto en que termina desdibujados – y por tanto, muy ambiguos – los alcances de su principal naturaleza que es la prestación de servicios.
 
No se trata aquí de desestimar la amistad y cariño que pueda producirse entre los patrones y las trabajadoras. Tales emociones se producen y expresan en muchos hogares, exactamente igual a tantas relaciones afectivas que suceden en otros espacios laborales. Probablemente las mejores amistades de la edad adulta nacen y maduran alrededor del espacio de trabajo. Sin embargo, fuera del hogar rara vez se desvanecen las fronteras que hay entre lo laboral y lo emocional, como sí sucede dentro.
 
Una prueba de esta situación es la inexistencia generalizada de contratos formales signados entre las trabajadoras y sus empleadores. Vale la pena repetir la cifra: 9 de cada 10 trabajadoras no cuentan con un documento donde se especifiquen horarios, salario, pago en especie (alimentos, habitación), prestaciones médicas, días de descanso, retribución por horas extra, etc. Sorprende a qué punto la práctica que regula esta relación es adversa a la precisión. Habrá quien diga que la confianza (familiaridad) es tanta que no hay necesidad de firmar un documento donde se procuren referentes recíprocos de certidumbre. Pero en este caso, como en muchos otros, la familiaridad apesta, precisamente porque enreda las relaciones al punto de justificar asimetrías, injusticias, negligencias y menosprecios. Todo esto, casi siempre, en perjuicio de la parte más vulnerable de la relación.
 
El primo hermano de la buena conciencia que se asume generosísima con el servicio doméstico, es otro sujeto que, sin tapujos, crece su autoestima dedicando horas enteras a despreciar a las trabajadoras del hogar. Sus frases no hacen verano porque se repiten a lo largo de todo el año: “son unas rateras”, “mal agradecidas”,  “abusivas”, “confianzudas,” “ingratas”, y los adjetivos suman pilas y pilas tan altas como los sustantivos que dieron título a este texto.
 
(Recientemente escuché esta frase: “¿qué hacemos con las mucamas que terminan robándose al marido?”).
 
Hay sociedades donde el estatus social se obtiene comprando un apartamento en un barrio lujoso o un carro de cuatro puertas. Las hay donde la reputación se logra si los hijos entran a una buena escuela, si uno obtienen una plaza de profesor o si se logra un puesto importante en el gobierno. En la nuestra – donde la necesidad es grande y la desigualdad suele vivirse con ácido resentimiento de clase – la capacidad económica para contratar a una trabajadora del hogar se valora como prueba contundente de ascenso social. Porque tengo muchacha en casa, (a quién exigir unas quesadillas de media noche), puedo presentarme públicamente como integrante de pleno derecho en el exclusivo club de la clase media. Una persona, pues, la mucama, que sirve como objeto identificador de respeto.

Algún día nuestros nietos mirarán este enredo afectivo, laboral, reputacional y clasista como una tara de sus antepasados. Mientras tanto, sirvan estas líneas para celebrar el día de la trabajadora del hogar. También para felicitar a Marcelina Bautista por haber ganado el premio 2014 a la lucha contra la discriminación que anualmente otorga el CONAPRED.

Hoy en México hay signos sobre la conciencia creciente hacia ciertas formas de discriminación. Que Marcelina vaya a recibir este premio, el lunes próximo, de manos del secretario de gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, es cosa buena. No tengo memoria de que una autoridad del Estado mexicano se haya retratado antes junto a una trabajadora del hogar y menos que haya sido en una ceremonia donde ella es la festejada.
 
A la mejor y este evento llama la atención al Congreso mexicano para que apruebe el Convenio 189 de la OIT que podría producir un cambio importante en las prácticas legales que legitiman la discriminación hacia las trabajadoras del hogar en nuestro país.

Leído en http://www.sinembargo.mx/opinion/28-03-2014/22729
 



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