El lunes 7 de abril, The New York Times publicó un largo artículo, en primera plana, basado en más de tres millones de documentos sobre deportaciones obtenidos por el diario gracias al del IFAI de allá. Los datos confirman la pesadilla en la que se ha convertido ser indocumentado en Estados Unidos, y en particular ser mexicano, varón y menor de 35 años, ya que la mayoría de los 3.2 millones de deportados a lo largo de los últimos 10 años revisten esas características. El análisis del cotidiano demuestra -ya se sospechaba- que las deportaciones se dispararon a partir del 2008, alcanzando su pico en 2012, con más de 400 mil. A diferencia de lo dicho por la Administración de Obama, la gran mayoría no son delincuentes ni criminales, sino personas culpables de haber incurrido en violaciones de tránsito menores: el número de deportados por este tipo de motivos se quintuplicó durante los últimos cinco años. Además, a la mayoría de los deportados se les niega la oportunidad de apelar; por otro lado, se ha incrementado enormemente la tendencia a asentar una acusación formal en su contra, impidiendo su regreso legal a Estados Unidos durante cinco años.
En términos absolutos, el número de deportados desde dentro de Estados Unidos se ha mantenido, pero ha crecido en términos relativos el número de personas detenidas en la frontera, donde el porcentaje que haya cometido algún delito, además de entrar sin papeles a Estados Unidos, es mucho más elevado. El periódico neoyorquino relata un par de reuniones que sostuvo Obama con los líderes de la comunidad hispana de Estados Unidos en las cuales el intercambio con él fue ríspido o incluso francamente hostil.
¿Cuál es la lógica de todo esto? Hay una del pasado inmediato y otra más antigua. La que corresponde a Obama y al último par de años de Bush es conocida: ambos presidentes buscaron una reforma migratoria integral; hasta ahora, ambos lograron la aprobación de algo decente, aunque no perfecto, en el Senado; y ambos fracasaron en la Cámara baja. Apostaron a que endureciendo los controles en la frontera y en el interior de Estados Unidos, llegando al extremo de separar a hijos de sus padres, a esposas de sus cónyuges, lograrían los votos de la ultraderecha republicana a favor de la legalización de los indocumentados y mayores flujos futuros con visas temporales. No fue así. Los dos se equivocaron, y han provocado un sufrimiento incalculable para cientos de miles de familias en Estados Unidos.
Pero el antecedente más lejano es más importante. Desde mediados de los años 90’s resultó evidente para los expertos que siguen estos temas, e incluso para simples comentócratas como el que escribe, que el viejo modus vivendi migratorio entre México y Estados Unidos no era sostenible. Si México no hacía algo -negociar tácita o explícitamente un nuevo acuerdo con Estados Unidos: a cambio de la legalización y de un mayor número de visas, se obligaría a desalentar o impedir salidas sin papeles, en conformidad con las leyes mexicanas vigentes- la situación de nuestros connacionales en Estados Unidos empeoraría de manera constante y dramática. Desde 1996, así ha sucedido.
El muro de Clinton en playas de Tijuana hasta Otay, el de Bush en parte del desierto de Sonora y Arizona, y el que el Senado aprobó pero que Obama hasta ahora no construye, es una parte de esta triste historia; las leyes racistas y xenófobas de estados como Arizona, Alabama, Georgia y Oklahoma son una segunda parte de una misma; y los tres millones de deportaciones son un tercer capítulo de esta tragedia. Por desgracia todos los que previmos y denunciamos este deterioro tuvimos razón; por desgracia nadie, ni las comunidades latinas en Estados Unidos, ni los presidentes Bush u Obama, ni los presidentes Fox, Calderón y Peña, ni los senadores Kennedy y McCain, Schumer, Menendez y Rubio han podido hacer algo al respecto. No sé cuál sea la prioridad de la política exterior de México hoy. Sé que debiera ser el combate frontal, constante y todoterreno contra esta tragedia.
Leído en http://www.am.com.mx/opinion/leon/deportaciones-8321.HTML
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