La reforma electoral en curso ha abierto un espacio innecesario de incertidumbre en un arreglo institucional que se había construido razonablemente bien en los últimos años. El nuevo Instituto Nacional Electoral ha estrenado su primer consejo general aún sin la legislación secundaria que norme las facultades —algunas bastante imprecisas— que la Constitución reformada le otorga. Es cierto que en la integración del órgano superior del INE los diputados de los diversos partidos actuaron con sensatez y que tanto la pluralidad como la capacidad de los nuevos consejeros es satisfactoria, pero el limbo jurídico en el que han empezado actuar no juega a su favor a la hora de construir las certezas que tanto se requieren para las elecciones en México.
Los legisladores federales están trabajando en las normas que sustituirán al COFIPE mientras en los Congresos locales se están también llevando a cabo las adecuaciones a las leyes estatales para conformarlas con la Constitución general, ahora que será el consejo del INE el que nombrará a los integrantes de los órganos electorales de las entidades federativas. La reforma constitucional dejó abiertas muchas cuestiones que deberán quedar bien reglamentadas para que el sistema electoral mexicano no pierda la capacidad de cumplir con los principios de certeza, legalidad, independencia, imparcialidad, máxima publicidad y objetividad que la Constitución le impone.
Se trata de un proceso legislativo complejo porque se deben armonizar las 32 legislaciones locales en un amplio espectro de temas novedosos producto de las reformas políticas de los dos últimos años. Si bien en algunas legislaciones electorales ya se había avanzado en una parte de los asuntos abiertos por la reforma política del sexenio pasado, en otras entidades se les ha juntado la tarea y deben adecuar sus normas tanto en lo correspondiente a la reforma más reciente como respecto a la inmediatamente precedente. El hecho es que en México se puede hablar de la reforma permanente en lo que a elecciones se refiere.
Reformas van y reformas vienen, cada una más barroca que la anterior. Los partidos rizan y rizan el rizo para cuidarse las manos unos a otros, a sabiendas de que todos son potencialmente tramposos. Eso sí: en lo que se han mantenido esencialmente de acuerdo desde 1996 es que el pacto es a tres bandas, cerrado con apenas un pequeño resquicio para aquellos que pretendan entrar al juego. Desde la reforma que el entonces presidente Zedillo pretendía “definitiva”, los partidos entonces pactantes decidieron que eran ellos suficientes para representar la diversidad nacional. Nada de advenedizos. El que quisiera entrar a la competencia tendría que pagar un alto consto de organización y debería construir su propia rede de clientelas para satisfacer los ingentes requisitos que reforma tras reforma se han ido endureciendo.
Si en 1977 el sistema político se aireó con la apertura a la competencia que significó el entonces llamado “registro condicionado”, en 1996 los partidos decidieron revivir el proteccionismo electoral inaugurado con la ley de 1946 diseñada para impedir la entrada a la competencia a cualquier grupo que pudiera poner en peligro a la hegemonía del PRI. De nuevo se pusieron rigurosos requisitos de registro y reforma tras reforma los obstáculos se fueron haciendo mayores: se duplicó primero el número de asambleas y afiliados necesarios para formar un partido; después se impidió el registro para elecciones presidenciales y ahora se aumentó el porcentaje de votación necesario para obtener representación legislativa y mantener el registro.
Frente a la legislación proteccionista —e imbuidos por un antipartidismo fomentado desde los medios masivos— antes de las elecciones federales de 2009 comenzó a surgir una corriente de opinión favorable a que se legislara para permitir la participación de candidatos “ciudadanos” o “independientes”, es decir no afiliados a partidos. Parte de ese estado de ánimo antipartidista confluyó en la campaña por el voto nulo de entonces y pasados los comicios el presidente Calderón pretendió que satisfacía aquella demanda con la inclusión del tema en su proyecto de reforma política, aunque también lo hacía obligado por la sentencia del Tribunal Interamericano de Derechos Humanos que había fallado contra el Estado mexicano sobre el tema en el litigio promovido por Jorge Castañeda.
No sin ingenuidad muchos activistas pro reforma política abrazaron la causa de las candidaturas independientes con fervor y vieron en ellas la posibilidad de abrir el anquilosado espectro político mexicano. La reforma constitucional ocurrió pero la reglamentación sólo se llevó a cabo en algunos estados y no en la legislación federal. Ahora sí es ineludible que se reglamenten las candidaturas no partidistas tanto en el ámbito federal como en el de los estados y ya se vislumbra que se convertirán en un gran chasco, una tomadura de pelo para incautos: los requisitos para acceder a la boleta electoral serán tan altos que será mucho más difícil registra a un candidato independiente que hacer un partido. Pero incluso si no fuera así, la capacidad de los sin partido de modificar el sistema de coaliciones de un régimen político es minúscula. El sistema político mexicano seguirá siendo una oligarquía tripartidista y en todo caso será un partido, MORENA, el que cambie los equilibrios.
La reforma que podría airear al acedo sistema de partidos mexicanos sería la que acabara con el proteccionismo político heredado del antiguo régimen.
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