martes, 20 de mayo de 2014

Federico Reyes Heroles - Para Nina

Porque pudo no ser. Heredar suficiente para vivir cómodo y pasar por la vida sin pena ni gloria. Pudo apoyarse en el abolengo, encerrarse y olvidar a sus conciudadanos. Pudo evitarse riesgos y trasladar su capital a un fondo y vivir sin respingos de sus rentas.
 
Pudo ser insensible a la educación, al arte, al medio ambiente, a las urgencias de su sociedad. Pudo simplemente seguir la corriente que lo llevaba, flotar, dedicarse al golf, o a la pesca o a pasarla bien en los mejores sitios. Pero no fue así. Decidió ser él a plenitud.

Porque su brío siempre iba más allá. Podía ser más, no en el sentido de acumular por acumular, sino en el generoso de saber que podía dar más de sí mismo, generar más riqueza, empleos, bienestar. ¿Qué implicaba eso? Visión de largo plazo, asumir riesgos, dejar la placidez de la poltrona y viajar al mundo, anticipar los retos y las oportunidades, pensar en grande. Ese brío demandaba algo insustituible: trabajo, mucho trabajo. Y lo decidió desde joven, entregarse a una empresa, a una industria, conocerla a fondo, empaparse de la competencia y dar la cara a los tiempos malos. Porque llegó al timón justo en la tormenta, 1985.
 
 
 
 
 
 
Aquellos años fatídicos resultado de la irresponsabilidad, años de inflación galopante, de una economía desquiciada por un gasto público sin medida, por un déficit desproporcionado, por una cortedad de miras impulsada por la vanidad. En medio del desastre que heredó Miguel de la Madrid de sus antecesores, él inició la marcha.

El reto empresarial era enorme. La apertura de la economía se iniciaba y las reglas del juego cambiaban de raíz. Se dirá que justo en ese sector no hay apertura, pero entonces cómo explicar su éxito en otros países. Y fue en ese momento que sacó lo que llevaba en la sangre, esa necesidad imperiosa de crecer, de hacer más de lo que ya tenía, de lanzarse a la aventura de conquistar el mundo. Porque si el mundo entraría a México, también estaba la otra opción, que México fuera al mundo. Y entonces comenzó el periplo, ese inacabable viajar para conocer otras realidades, para vivirlas, para hacer de los éxitos ajenos una experiencia propia, para corregir, enmendar y elevar la mirada, para dar espacio a su brío.

Porque la voracidad es una característica deseable en los empresarios, no por un mandato ético, hoy es una cuestión de supervivencia. Pensar en los hogares que dependen de una empresa, en los empleos que se pueden perder o crear, en los riesgos que hay que asumir para que el infatigable tiempo no termine corroyendo lo existente, para que el futuro sea una oportunidad y no la maldición de lo impredecible. Casta le dicen algunos, sacar la casta. En lugar de arredrarse asumió los riesgos de la conquista. Vinieron las asociaciones, los nuevos mercados, la necesidad de modernizar lo propio. Y así ese mexicano terminó llevando a la empresa a cincuenta países  y  la empresa se volvió cada día más fuerte. No se paralizó frente a la economía global. La hizo suya como gran oportunidad para la empresa y de mejoría para todos los que de ella dependían.

Pero mientras esto ocurría y él guardaba la discreción que siempre lo caracterizó, en paralelo se fue involucrando con otros temas, como si no tuviera suficiente trabajo. Por qué no crear empresas familiares que distribuyeran el producto. Por qué no sembrar miles de semillas con una política de superación, de ahorro, de bienestar. Pero también había que ocuparse del entorno. La industria debía de ser limpia y además había que fomentar una cultura de cuidado del medio ambiente. Grandes libros, la legalización y conservación de una zona binacional única, seminarios, apoyo a instituciones que consideraba benéficas para su sociedad. Llevar cultura a su terruño creando un museo maravilloso, siempre cuidó ese difícil equilibrio de ser internacional pero no perder de vista su origen. Y qué decir del impulso a la educación, nuevas carreras, becas, multiplicación de campus en todo el país, forjó una institución nacional.

Se manejó entre los lobos de la política sin perder su rumbo. Quiso un México mejor y actuó desde su trinchera. Y llegaron nuevas tormentas, porque la violencia se instaló en su tierra. Muchos salieron corriendo a buscar protección más allá de las fronteras. Era su derecho, pero también muestra de su debilidad. Él se quedó y apostó a la recuperación de la seguridad en su estado.

Invirtió dinero, es cierto, pero algo aun más valioso, invirtió vida. Porque estar presente en medio mundo no le restaba un miligramo, si es que la medida es aplicable, al amor por su país. Y nos demostró que todo se podía a la vez. Que el temple era un requisito para no temblar en las adversidades y tampoco envilecerse cuando los velámenes están llenos. Todo a la vez, nutrido de mucho trabajo, de pasión. Ese será el sello que lo acompañará en nuestra memoria. Con su mirada gentil pero sagaz y su sonrisa pícara se despidió sin ruido. Pudo no ser, pero fue. Grandeza es el nombre de la madera de Lorenzo Zambrano.
 
 

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