El poeta Sandor Marai escribió: Cuando evoco mi niñez me siento incapaz de decir que fue “buena” o “mala”. Pero sé que no estaría dispuesto jamás y a ningún precio a volver a ella. Creo que no es el único que piensa de esta manera, yo coincido con él, y no porque mi infancia haya sido especialmente traumática, crecí en una familia de clase media que se divertía bastante con lo que tenía; odié la escuela hasta que descubrí, ya de adulta, que soy una autodidacta que ama estudiar y aprender libremente. Fui una niña amada, que tuvo libertad para decidir; fui escuchada casi siempre y mi madre y mi padre respetaron mi forma de ser, que no me gustaran las muñecas sino los teléfonos de juguete con los que pretendía ser secretaria (no de Estado, sino de las otras).
Y es que sólo los abuelos y los escritores clásicos aseguran que la infancia es la época de la dulzura y el candor, de la inocencia y el desentendimiento de las cosas del mundo. Me parece que es un lugar común repetir con un suspiro… quién fuera niño otra vez, cuando en realidad lo que queremos decir es que lo que nos interesa de niños y niñas es la ternura que nos inspiran, o que nos recuerdan el gozo del asombro ante lo sutil y adoramos su risa ante casi cualquier bobada que hagamos para divertirles. Que nos despiertan una dulzura que habíamos olvidado expresar y la clara sensación de que la vida se renueva frente a nuestra mirada.
Por el contrario, para la gran mayoría de seres humanos la infancia es tiempo de inseguridades, de nalgadas y comparaciones con hermanos y hermanas, tiempo de soportar a los niños violentos o de decidir convertirse en un bully cruel. Es también tiempo en que la memoria registra los mínimos gestos de amor incondicional; parecería que sólo en la niñez somos capaces de detectar cuándo el afecto es verdaderamente incondicional, cuando carece de manipulación para llevarnos a hacer esto o aquello. De allí que lo recuerdos de una abuela comprensiva y amorosa, de un abuelo o un tío que nos da la razón ante la injusticia perpetrada por nuestros padres, quedan grabados de forma indeleble.
Durante los primeros años de vida se conforman los grandes patrones emocionales que nos rigen: el amor y la curiosidad. En esta etapa, dice la filósofa Elsa Punset, aprendemos si somos dignas de recibir amor, y por tanto decidimos si merece la pena amar a otros. Es esa etapa niñas y niños deciden en su mente si el mundo es un lugar que quieran explorar, o si en cambio, es preferible esconderse, cerrarse a los demás, aprender a desconfiar y a mentir para no mostrarse tal cual son. La infancia es una etapa definitoria en nuestras vidas, tal vez sea eso lo que los viejos dicen al querer volver a ella: para mirar las injusticias y distinguirlas, para saber que la intuición estaban en lo correcto, para decir lo que ahora sabemos que queríamos decir a los adultos necios e impacientes: ¡estoy descubriendo el mundo, acompáñame o déjame en paz!
Tal vez tantas personas quieran volver a ser niño, niña para rescatarse a sí mismas de los miedos, de los monstruos, de los maestros y de compañeros violentos. Aquellos que fueron abusados querrían volver para defenderse y lo hacen ahora, probablemente, desde un sillón de un despacho de psicología; otros se van comiendo el miedo y el resentimiento, hasta que éstos comienzan a morderles por dentro como un pez hambriento que olvida la niñez a fuerza de ira contenida.
Veo en las noticias a los políticos y sus esposas repartiendo juguetes el día del niño y de la niña como si fuera la gran obra social del año. Sí, un juguete divierte un día, pero que no se confunda con lo que está en juego en la realidad de la niñez los otros 364 días del año.
Mientras dirigía el refugio para mujeres, niñas y niños víctimas de violencia que fundé, muchas veces pensé que la mayoría de personas que lo visitaban tenían miedo de ver a esos chicos que fueron abusados, porque una infancia lastimada despierta al niño herido del visitante. Lo que no podían ver quienes pasaban sólo un instante allí, es que una niña o un niño que tiene la oportunidad de revertir el daño causado a temprana edad, aprende a confiar, reprograma su capacidad de amar, aprende que tiene derecho a ser escuchado, a vivir y ejercer una vida libre de violencia. Durante esos años y cada vez que he entrevistado a una pequeña abusada, he aprendido sobre los mecanismos de supervivencia que desarrollamos en la niñez, sobre todo esa extraordinaria capacidad de confiar en las personas adultas a pesar de lo que otros les hayan hecho.
Hoy he pensado en celebrar a mi niña interior, lo tomo muy en serio. Respiro profundamente para volver a ella, parecería que en realidad sigue viviendo dentro de mi. Reconozco a la niña valiente y atrevida que fui, a la niña preguntona y curiosa que se indignaba con los malos tratos sin entender muy bien lo que los causaba, a la que escribía poemas cursis y jugaba fútbol en la calle, a la que intuía cosas y su abuela le dijo que siempre cultivara esa intuición. Tampoco puedo decir si tuve una infancia feliz o infeliz, sé que fue interesante. Lo que sí puedo decir es que como adulta pienso que todas las niñas y niños merecen al menos una infancia interesante; con salud y bienestar, cuidados y afectos. Tal vez no sea yo, la adulta, la que persiste en combatir la violencia contra niños y niñas, probablemente es esa niña terca e inocente que sabe que hay una forma de cambiar al mundo, que hace falta señalar lo que está mal e intentar erradicarlo sin darle tregua.
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