domingo, 1 de junio de 2014

Jorge Volpi - El desconcierto europeo

Arrasada por la gran recesión que ha asolado al mundo desde 2008, la Unión Europea se halla sumida en su mayor turbulencia desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Tasas de desempleo elevadísimas y, en las zonas más desprotegidas, cercanas a una cuarta parte de la población. Un desempleo juvenil que, en aras de la estabilidad macroeconómica, significa el sacrificio de una generación. Desahucios y pérdidas de viviendas en escalada.
 
Servicios sociales, que hasta entonces habían sido el orgullo de sus países, desmantelados o reducidos al mínimo. En pocas palabras: las sociedades más prósperas e igualitarias que ha conocido la humanidad, sumidas en un clima de desencanto que amenaza con hacer naufragar el que también es el mayor proyecto de integración política y económica de la historia.
 
 
 
 
 
 
 

En un clima semejante, cuando por primera vez en décadas a los europeos el futuro les parece más incierto que el pasado, uno pensaría que su rabia habría de dirigirse contra los responsables de lo ocurrido, esa larga generación de políticos que desde los años ochenta abrazó la revolución neoconservadora. Y que, en cambio, volverían sus ojos hacia la izquierda, esa izquierda que tradicionalmente veló por la solidaridad y la equidad y contribuyó decisivamente a la construcción de las democracias sociales que predominaron en el continente entre 1950 y 1980. No ha sido así: salvo en unos cuantos casos, los socialistas continúan en franco retroceso en todas partes.

Hoy la izquierda europea parece más extraviada que nunca. Las razones son variadas. En primera instancia, no ha logrado recuperarse de la merma de legitimidad sufrida tras el fin del bloque comunista. Exhibidos por la derecha como cómplices de la barbarie, desde entonces sus líderes no han sabido construir un auténtico proyecto alternativo. Y peor que eso: cuando les ha tocado gobernar, han seguido las mismas directrices económicas de sus rivales.

Sin duda a la socialdemocracia se deben incontables avances en derechos sociales —aborto, lucha contra la discriminación, matrimonio igualitario—, pero en una época de crisis tales conquistas lucen menores frente a su complicidad en la debacle. De España a Alemania y de Polonia a los países nórdicos, los ciudadanos no les perdonan haberse transformado en burócratas de partido que no saben hacer otra cosa excepto quejarse.

Frente a esta trágica deriva de la izquierda europea, la misma derecha que en su empeño de disminuir el papel del Estado y de desregular los mercados provocó la debacle es la encargada de resolver el entuerto, estrechamente vigilada por una Alemania decidida a mantener una severa austeridad.

El pírrico triunfo del Partido Popular Europeo y Jean-Claude Juncker —un melifluo apparatchik asociado a la típica inmovilidad de Bruselas— no permite prever un cambio de estrategia. Y, entre tanto, se produce el ascenso por doquier de la derecha xenófoba, populista y euroescéptica (o combinaciones de las tres cosas).

Si bien las elecciones en teoría definen el destino de la UE, lo cierto es que se resuelven en clave nacional. Si bien es probable que los integrantes de esta ola populista no sean capaces de formar un grupo parlamentario, su fortalecimiento a nivel local hace presagiar lo peor.

El caso más grave es, por supuesto, Francia, donde el Frente Nacional se convirtió en la primera fuerza y ganó casi todos los distritos. Por más que se interprete el resultado como un voto de castigo tanto a los socialistas de Hollande, incapaces de cumplir una sola de sus promesas, como a la derecha de Sarkozy y sus escándalos, la victoria de Marine Le Pen demuestra la maleabilidad de los nuevos populismos y su capacidad para apoderarse de las frustraciones de la calle y darle voz a los peores instintos de ciudadanos atenazados por el miedo.

Para la izquierda, la enseñanza debería ser clara: si no es capaz de volver a la calle para recoger el impulso de los movimientos sociales —en especial de los jóvenes—, de moldear un proyecto económico opuesto al de sus enemigos y de alertar sobre los peligros de la extrema derecha, la población europea podría dejarse seducir por estos populismos racistas como ya lo hizo, hace un siglo, tras otra severa crisis económica. Casos como el de Matteo Renzi en Italia —el único líder socialista que ganó una elección— parece más una excepción que una esperanza. Pero al menos permite vislumbrar que quizás no todo esté perdido.


@jvolpi
 
 
 

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