Ambrose Birce 1842 - 1914 |
Parker Adderson, filósofo
—Prisionero, ¿cuál es su nombre?
—Como debo perderlo mañana al amanecer, no creo que valga la pena ocultarlo: Parker Adderson.
—¿Su grado?
—Más bien humilde. La vida de los oficiales de carrera es demasiado preciosa para que se la exponga en el peligroso oficio de espía. Soy sargento.
—¿De qué regimiento?
—Le ruego que me disculpe. Si le contesto, entiendo que podría darle una idea de los efectivos que tienen al frente. Me he introducido en las filas de ustedes para obtener y no para comunicar esa clase de informes.
—Veo que no le falta chispa.
—Si tiene la paciencia de aguardar, le pareceré bastante apagado mañana.
—¿Cómo sabe que debe morir mañana por la mañana?
—Así se acostumbra con los espías capturados en la noche. Es una de las bonitas reglas del oficio.
El general, olvidando la dignidad que convenía a un oficial confederado de alto rango y de vasto renombre, se permitió sonreír. Pero ninguno de aquellos que habían caído en su desfavor, estando bajo sus órdenes, habría augurado nada bueno de ese signo exterior y visible de aquiescencia. No era benévolo ni contagioso; no se comunicaba con los hombres allí presentes: el espía capturado que lo provocó y el centinela armado que condujo a éste a la tienda y que ahora se mantenía a cierta distancia, vigilando al prisionero a la luz amarilla de una vela. Sonreír no formaba parte del deber de aquel guerrero: muy otras eran sus tareas. Continuó la conversación; era, en realidad, el proceso de un delito que merecía la pena capital.
—¿Usted admite, entonces, que es un espía que se ha introducido en mi campamento, disfrazado con el uniforme de un soldado confederado, para obtener secretamente informes sobre el número y la disposición de mis tropas?
—Sobre el número, especialmente. La disposición ya la conocía. Es más bien tétrica.
El general sonrió de nuevo. El centinela, con un sentido más severo de su responsabilidad, acentuó la austeridad de su expresión y se mantuvo un poco más erguido que antes. Haciendo girar sobre el índice su sombrero de fieltro gris, el espía miraba cómodamente a su alrededor. Era un lugar modesto. La tienda era la típica tienda de campaña, de ocho por diez, iluminada por una vela de sebo hundida en el cubo de una bayoneta encajada en una mesa de pino a la cual estaba sentado el general, quien ahora escribía laboriosamente sin prestar atención a su forzado huésped. Una vieja alfombra en el piso de tierra, un baúl de fibra todavía más viejo, una segunda silla y un rollo de mantas: la tienda no contenía otra cosa. Bajo las órdenes del general Clavering, la simplicidad y la falta absoluta de “pompa y circunstancia” del ejército confederado había alcanzado su máximo. De un grueso clavo hundido en el mástil de la tienda, a la entrada, colgaba un cinturón de un largo sable, una pistola en su cartuchera y, cosa bastante absurda, un cuchillo de monte. Cuando hablaba de esta arma de ningún modo militar, el general solía decir que era un recuerdo de sus pacíficos días de civil.
La noche era tormentosa. Una lluvia torrencial caía como una cascada sobre la lona con ese ruido monótono, semejante al redoble de un tambor, tan familiar a los oídos de quienes viven bajo una tienda. Sometidos a los embates de las ráfagas atronadoras, el frágil edificio temblaba y vacilaba y tiraba de las cuerdas y estacas que lo fijaban al suelo.
Cuando hubo terminado de escribir, el general dobló la hoja de papel y le dijo al centinela:
—Oiga, Tassman, llévele esto al ayudante mayor y vuelva.
—¿Y el prisionero, mi general? —preguntó el soldado después de saludar y echar una mirada en dirección al espía.
—Haga lo que le digo —dijo el general.
El soldado tomó la nota y salió de la tienda bajando bruscamente la cabeza. El general Clavering volvió hacia el espía federal su hermoso rostro, de rasgos nítidos, lo miró en los ojos, no sin dulzura, y le dijo:
—Es una mala noche, muchacho.
—Para mí, no cabe duda.
—¿Adivina lo que acabo de escribir?
—Algo digno de leerse, espero. Y me atrevo a decir, quizá sea vanidad de mi parte, que yo figuro en ese papel.
—Sí, es el memorándum de una orden acerca de su ejecución para ser leída a las tropas no bien suene la diana. Y también hay unas líneas que conciernen al capitán preboste para que arregle los detalles de la ceremonia.
—Espero, mi general, que el espectáculo será inteligentemente preparado, porque yo asistiré en persona.
—¿No desea tomar algunas disposiciones? ¿Ver a un capellán, por ejemplo?
—No querría procurarme un descanso tan largo privándolo del suyo, aunque fuera por poco rato.
—¡Dios mío, muchacho! ¿Tiene usted intenciones de ir a la muerte sin otra cosa que bromas en los labios? ¿No sabe usted que es un asunto serio?
—¿Cómo podría saberlo? Nunca he estado muerto en mi vida. He oído decir que la muerte es un asunto serio, pero nunca por aquellos que hicieron la experiencia.
El general quedó un momento silencioso. Aquel individuo le interesaba, le divertía, quizá. Era un tipo de hombre que no había encontrado antes.
—Por lo menos —dijo—, la muerte es una pérdida. La pérdida de la relativa felicidad que gozamos, y de otras ocasiones de ser felices.
—Una pérdida de la que nunca tendremos conciencia puede soportarse con calma y aguardarse sin aprensión. Habrá observado, mi general, que de todos los hombres muertos que usted ha tenido el heroico placer de sembrar en su camino, ninguno le ha dado señales de pesar.
—Si estar muerto no causa pesar, el. paso de la vida a la muerte, morir, en suma, da la impresión de ser muy desagradable a quien no ha perdido la facultad de sentir.
—El sufrimiento es desagradable, sin duda. Siempre me causa un malestar más o menos grande. Pero mientras vivimos, más expuestos estamos al sufrimiento. Lo que usted llama morir es, sencillamente, el último sufrimiento. Morir, en realidad, es algo que no existe. Suponga, por ejemplo, que yo trato de escaparme. Usted levanta el revólver que disimula con tanta cortesía sobre sus rodillas y…
El general se ruborizó como una muchacha, luego rió suavemente mostrando sus dientes brillantes, inclinó su hermosa cabeza y nada dijo.
El espía continuó:
—Usted dispara, y yo tengo en mi estómago algo que no he tragado. Caigo, pero no estoy muerto. Después de media hora de agonía, estoy muerto. Pero en cualquier instante dado de esa media hora, yo estaba vivo o muerto. No hay período de transición.
“Mañana por la mañana, cuando me ahorquen, ocurrirá exactamente lo mismo. Mientras esté consciente, viviré. Una vez muerto, estaré inconsciente. La naturaleza parece haber arreglado las cosas de acuerdo con mis intereses… Como yo mismo las habría arreglado… —Es tan simple —agregó con una sonrisa— que se diría que apenas importa que a uno lo cuelguen.”
Hubo un largo silencio después de estas palabras. El general, impasible, miraba al hombre bien de frente. Al parecer, no le prestaba atención. Como si sus ojos montaran guardia junto al prisionero mientras otros pensamientos ocupaban su espíritu. En seguida respiró largamente, profundamente, se estremeció como recién despierto de una atroz pesadilla, y exclamó con voz apenas audible: “¡La muerte es horrible!”
—Era horrible para nuestros salvajes antepasados —dijo el espía con gravedad— porque no tenían la inteligencia suficiente para disociar la noción de conciencia de la noción de formas físicas en las cuales se manifiesta la muerte. De igual manera, una inteligencia todavía más primitiva, la del mono, por ejemplo, es incapaz de imaginar una casa sin moradores, y a la vista de una cabaña en ruinas se representa a su ocupante herido. Para nosotros la muerte es horrible porque hemos heredado la tendencia a considerarla horrible, y nos explicamos esta idea por especulaciones quiméricas sobre el otro mundo; de igual modo, los nombres de los lugares dan nacimiento a las leyendas que los explican, y una conducta irrazonable hace surgir las teorías filosóficas que la justifican. Usted puede ahorcarme, mi general, pero allí se detiene su poder de hacerme daño. Usted no puede condenarme al cielo.
El general parecía no haber oído. Las palabras del espía llevaron sus pensamientos por un sendero poco familiar, y una vez allí marcharon a su antojo hacia conclusiones propias. La tormenta había cesado, y algo del carácter solemne de la noche se comunicó a sus reflexiones dándoles el tinte sombrío de un temor sobrenatural. En él entraba, quizá, un elemento de presciencia. “No quisiera morir —dijo—. Esta noche, no.”
Fue interrumpido —si es que tenía la intención de seguir hablando— por la entrada de un oficial de su estado mayor. Era el capitán Hasterlick, el preboste. El general volvió en sí. Desapareció su aire ausente.
—Capitán dijo, devolviendo el saludo del oficial—, este hombre es un espía yanqui que ha sido capturado en nuestras filas. Llevaba encima los papeles que demuestran su culpabilidad. Lo ha confesado todo. ¿Qué tiempo hace?
—Ha pasado la tormenta, mi general, y brilla la luna.
—Bueno. Busque un pelotón de hombres, condúzcalo ahora mismo al lugar de las maniobras y hágalo fusilar.
El espía lanzó un grito. Se echó hacia adelante, el cuello tenso, los ojos fuera de las órbitas los puños cerrados.
—¡Dios mío! —exclamó con voz ronca, articulando apenas las palabras—. ¡Usted no habla en serio! ¡Usted olvida que no debo morir hasta mañana!
—No he dicho nada de mañana —replicó fríamente el general—. Eso fue por su cuenta. Va a morir ahora.
—Pero general, le pido… le suplico que recuerde… ¡Yo debo ser ahorcado! Se necesita cierto tiempo para levantar el patíbulo. Dos horas… una hora… A los espías se los cuelga. La ley militar me concede ese derecho. Por el amor de Dios, mi general, considere qué poco…
—Capitán, haga lo que le ordeno.
El oficial sacó su espada y después, sin decir una palabra, le señaló al espía la abertura de la tienda.
El espía vaciló, pálido como un cadáver. El oficial lo tomó por el cuello y lo empujó suavemente hacia delante. Como se acercara al mástil que sostenía la tienda, el espía dio un salto, se apoderó del cuchillo de monte con la agilidad de un gato, arrancó el arma de su vaina, empujó al capitán y, lanzándose sobre el general con la furia de un demente, lo hizo caer de espaldas y se le echó encima.
La mesa se vino al suelo, se apagó la vela y los dos hombres lucharon ciegamente en las tinieblas. El capitán se precipitó en auxilio de su oficial superior; muy pronto rodaba también sobre las dos formas que se debatían. Maldiciones y gritos inarticulados de rabia y de dolor ascendían de ese tumulto de brazos y piernas. La tienda se abatió de pronto, y la lucha continuó debajo de los pliegues confusos y envolventes de la lona. El soldado Tassman, que regresaba de dar su mensaje, conjeturó vagamente la situación: arrojó su fusil y asiendo al azar la ondulante lona intentó separarla, inútilmente, de los hombres que cubría. El centinela que iba y venía frente a la tienda, no atreviéndose a abandonar su puesto aunque el cielo se desplomara, hizo un disparo al aire. La detonación alertó al campamento. El redoble de los tambores y las notas agudas de los clarines llamaron a la tropa. Entonces surgió una multitud presurosa de soldados semidesnudos que se vestían a la disparada, bajo el claro de luna, no dejando de correr para ponerse en las filas mientras obedecían a las breves órdenes de sus oficiales. Todo era como es debido: una vez en las filas, los hombres estaban bajo vigilancia. Así permanecieron mientras el estado mayor del general y los soldados de su escolta ponían orden en el caos alzando la tienda caída y separando a los actores de aquella extraña pelea, heridos y sin aliento.
En realidad, uno había sin aliento: había muerto el capitán. Por su garganta asomaba el cabo del cuchillo de monte, tan profundamente hundido debajo del mentón que su extremo estaba acuñado en el ángulo de la mandíbula. La mano que le asestó la cuchillada no había podido retirar el arma. El cadáver aferraba la espada con una energía que desafiaba las fuerza de los vivos. La hoja estaba manchada de rojo hasta la empuñadura.
El general se puso de pie, pero en seguida lanzó un gemido y se desvaneció. Aparte de las magulladuras, tenía dos profundas heridas de espada: una le había atravesado la cadera; la otra, el hombro.
El espía no había salido demasiado maltrecho. Con excepción el brazo derecho roto, hubiera podido sufrir todas sus heridas en un combate común con armas comunes. Pero estaba ofuscado y no parecía comprender lo que acababa de ocurrir. Se apartó de aquellos que le atendían, se acurrucó en el suelo y empezó a murmurar palabras ininteligibles. Su cara, hinchada por los golpes y chorreando sangre, estaba sin embargo muy blanca bajo el pelo en desorden, tan blanca como la de un cadáver.
—Este hombre no es un loco —dijo el cirujano respondiendo a una pregunta—. Está enfermo de miedo. ¿Quién es y qué hace aquí?
El soldado Tassman empezó a explicar. Era la oportunidad e su vida. No dejó nada por decir que de una u otra manera pudiese acentuar su importancia en los acontecimientos de aquella noche. Cuando terminó su historia y estaba listo para repetirla de nuevo, nadie le prestó atención.
El general acababa de volver en sí. Se apoyó en el codo, miró su alrededor, vio al espía custodiado junto a una fogata del campamento.
—Que lleven a este hombre al lugar de las maniobras y lo fusilen —dijo sencillamente.
—El general delira —dijo un oficial que estaba cerca de el.
—No delira —dijo el ayudante mayor—. Repite lo que ha escrito en un memorándum que tengo en mi poder. Le había dado esa misma orden a Hasterlick —señaló con un ademán el cadáver del preboste— y ¡Dios de Dios! es una orden que será cumplida.
Diez minutos después, el sargento Paker Adderson, del ejército federal, filósofo y hombre de ingenio, arrodillado bajo el claro de luna y suplicando en términos incoherentes que le perdonaran la vida, era fusilado por veinte hombres. En el momento en que resonó la salva en el aire vivo de aquella media noche, el general Clavering, que yacía pálido e inmóvil a la luz rojiza del fuego del campamento, abrió sus grandes ojos azules, miró afablemente a los que le rodeaban y murmuró:
—¡Qué silencio hay en todo!
El cirujano miró al ayudante mayor con aire grave y significativo. El enfermo cerró lentamente los ojos y permaneció en esa actitud durante algunos minutos. Después, con el rostro iluminado por una sonrisa inefablemente dulce, dijo con voz débil:
—Supongo que ha llegado la muerte.
Y expiró.
Leído en http://lepisma.liblit.com/2012/03/25/ambrose-bierce-cuentos-de-soldados-y-civiles/
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