lunes, 7 de julio de 2014

Jesús Silva-Herzog Márquez - Arnaldo Córdova

Acusaron alguna vez a Arnaldo Córdova de un pecado gravísimo: ser estatólatra. El académico michoacano se confesó culpable si es que esa manía era en realidad un reconocimiento de su preocupación por las formas históricas del poder político y la conformación del Estado como un organismo que conquista cierta independencia de los grupos sociales, imponiéndose sobre la sociedad. El Estado fue, en efecto, el centro de las preocupaciones del intelectual. Estudió a Maquiavelo, a Kant, a Marx y otros estudiosos del poder político. Narró la formación del poder en México y dibujó una compleja cartografía de nuestras ideas políticas.








Como buen lector de Maquiavelo, creyó que el entendimiento de lo político no era simple observación del poder sino participación en la historia. Conocimiento, crítica y militancia eran hilos de la misma fibra. Si buceó en las ideas de la Revolución Mexicana fue porque las creyó vivas, relevantes, pertinentes. Si trató de comprender la política de masas del cardenismo fue porque vio en ella, a un tiempo, la base popular y autoritaria de un régimen. Si se acercó a Marx y a Kant fue porque creyó que era indispensable buscar conciliación entre igualdad y la libertad. Si examinó la institucionalización del presidencialismo fue porque ubicó en la omnipotencia del Ejecutivo la clave del autoritarismo mexicano.


Córdova entendió la Revolución Mexicana como partera del gran protagonista del siglo XX: el Estado. El fruto de la Revolución fue eminentemente político: un nuevo modo de organizar el poder que implicaba la inserción de las masas y una monstruosa concentración del poder. Un leviatán consensual y autoritario. El primer Doctor en Ciencia Política de la UNAM aportó complejidad al examen del Estado mexicano. Sus trabajos tienen una rica base documental y una sólido fundamento teórico. Quien se acercó a los debates de la Revolución no era propiamente un historiador sino un lector de los clásicos de la filosofía política que quería hablarle al presente. De ahí el nomenclatura de su mapa. Detrás del estudio del discurso político se advierte la vida de los conceptos: democracia, legitimidad, ciudadanía, institucionalidad, populismo.

En 1980, en el ensayo que ofreció a Historia, ¿para qué?, ese memorable librito colectivo publicado por Siglo XXI resaltaba la importancia de la Revolución para la política contemporánea mexicana: “No es extraño que el problema de la historia que hoy hacemos sea, por antonomasia, el de la Revolución Mexicana: es nuestro referente, pensamos a partir de ella, nos movemos por ella o contra ella, en ella y por ella actuamos, sobre ella indagamos el pasado, incluso el más remoto, en ella fincamos nuestro desarrollo futuro, parecido o diferente a ella; por ella somos lo que somos; ella ha acabado identificándonos como un pueblo y una nación, estemos o no de acuerdo con ello, con lo que hemos llegado a ser.” No dejó de creerlo. Hasta el último de sus días la Revolución le siguió pareciendo una buena causa política. No era para él una bandera anticuada o anacrónica. No era tampoco una santa merecedora de devoción acrítica. Pero creía que el Estado nacionalista, ese hijo de la Revolución, debía volver a ocupar su sitio como encarnación del interés general: “mortero de la conciliación social.” La metáfora elegida no deja de ser desconcertante: un instrumento para volver polvo uniforme lo que antes era macizo y diverso.

El “estatólatra” fue uno de los grandes defensores de la política en el campo de la izquierda. En su libro sobre la ideología de la Revolución Mexicana puede encontrarse una idea clara: “fueron derrotados quienes no supieron hacer política.” Sin idea de futuro, sin noción de poder, sin propuesta de reorganización nacional villistas y zapatistas fueron abatidos por quienes sí hicieron política. Hacer política no era solamente combatir por el mando, sino también ocuparlo, darle dirección, sentido. Entendió esa actividad tan mal vista como la única alternativa a la arbitrariedad y la guerra. Por eso veía con desconfianza el discurso antipolítico y la prédica moralista. La política es lucha por el poder pero también espacio de entendimiento, condición para la coexistencia. Necesitamos política para procesar la diversidad y para combatir la disparidades. También necesitamos política para contener a la política.




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