Quienes lo han tratado de cerca coinciden en su juicio: calvo, con orejas puntiagudas y ojillos penetrantes cuando no cínicos, Jeff Bezos (1964) irradia un magnetismo apabullante: no la suficiencia de los geniecillos de Silicon Valley o la arrogancia de los multimillonarios de Wall Street, sino un aura de profeta. Sus carcajadas se han vuelto tan temidas como los arrebatos con que humilla a sus subordinados: dos rasgos mosaicos que cultiva con esmero. Y si para sus admiradores -y millones de consumidores de Amazon- es un visionario capaz de entregar casi cualquier producto más barato y más rápido que nadie, para sus enemigos -las grandes editoriales, así como miles de autores y agentes- es un villano que, con la excusa de beneficiar al público, está dispuesto a destruir los cimientos de la cultura del libro: es decir, de la cultura.
Su célebre excusa -”lo que le ocurrió a la industria del libro no fue Amazon, sino el mundo digital”- no ha bastado para que su imagen resulte menos polémica. Y su reciente batalla contra el grupo francés Hachette, uno de los cinco grandes editores presentes en Estados Unidos, no ha hecho sino polarizar aún más su figura: mientras un nutrido grupo de estrellas literarias publicó una carta para denunciar las burdas presiones que ejerce sobre sus detractores -Amazon dilata la entrega de libros electrónicos e impide órdenes de compra-, numerosos autores digitales lo han defendido frente a los abusos de las editoriales convencionales.
Tal como cuenta Brad Stone en The Everything Store (editado por Little, Brown, filial de Hachette y por tanto sometida a los castigos de Amazon, si bien yo pude comprarlo en Kindle y recibirlo en un minuto), Bezos fue un niño superdotado cuyo sueño era llegar al espacio siguiendo el ejemplo de sus héroes de Star Trek: no es casualidad que hoy también sea dueño de Blue Origin, compañía dedicada a la exploración aeronáutica, o que haya instalado una lanzadera en su rancho de Texas. Su ambición fue siempre desmedida: una prueba es que su apuesta por Amazon no se debió a su amor por los libros sino a un cálculo puramente comercial.
Como sea, Amazon es otro de los nombres insignia de nuestro tiempo, al lado de Google, Microsoft, Apple o Facebook, y se acerca cada vez más a ser la “tienda de todo” que Bezos imaginó en su juventud: se calcula que apenas un 7% de su facturación es de libros -imposible confirmarlo dada la secrecía de la empresa-, si bien controla un alto porcentaje de la venta de ejemplares en papel y más del 50% del libro digital gracias al Kindle. Su filosofía, la de pensar siempre en el consumidor final, ha sido llevada al extremo y, en efecto, no hay empresa más eficiente a la hora de entregar un libro -o unos calcetines, o una cama matrimonial- de manera inmediata y al mejor precio. Sólo Amazon ha permitido que cualquier lector ávido logre escapar de su entorno inmediato para tener de pronto acceso a millones de títulos: el sueño de Borges. Nada ha transformado tanto nuestra vida intelectual como esta posibilidad ilimitada.
Por desgracia, su eficiencia lo ha hecho crecer hasta conseguir una cuota de mercado suficiente para pulverizar a la competencia e imponer condiciones oprobiosas a los pequeños actores -y a sus propios empleados-. La quiebra de Borders, la segunda cadena de librerías en Estados Unidos, o las dificultades de Barnes & Noble son consecuencia de esta política (si bien antes las editoriales independientes también fueron amenazadas por estos gigantes). Amazon exige precios irrisorios a los pequeños editores sin temor a despedazarlos y, por si no bastara, su algoritmo para recomendar libros está amañado a favor de quienes ceden a sus presiones en vez de basarse en el historial de búsqueda del usuario.
Hoy, miles de escritores y críticos dibujan a Bezos como un nuevo Ciudadano Kane pero, a diferencia de nuestros líderes monopólicos, ha sido un verdadero innovador que, con su mirada puesta en el consumidor final, ha quebrado las fronteras intelectuales como pocos. En el proceso, su poder ha crecido de forma monstruosa: es allí donde corresponde intervenir al Estado, como ya ha ocurrido en Francia o la República Checa. En vez de demonizarlo, tendríamos que exigirle a nuestros gobernantes que lo vigilen y regulen de cerca para que los beneficios al lector común final no sirvan de pretexto para aniquilar la diversidad de nuestro de por sí frágil ecosistema literario.
@jvolpi
Leído en http://www.am.com.mx/opinion/leon/el-demonio-de-los-libros-10399.HTML
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