Hay personas despistadas que pueden vivir sin enterarse de que hoy es viernes. Esta falta de concentración en el paso del tiempo es lo de menos si se compara con el despiste generalizado de la especie: ¿cuántos recuerdan que vivimos en el Holoceno? Nuestra era geológica ha durado cerca de doce mil años sin que pensemos mucho en ella. A falta de parientes que hayan visto las grandes glaciaciones y cuenten historias de la bufanda de la hiperabuela, nos resignamos a pensar que la Tierra “es así”: un paisaje estable, aunque a veces tiemble o llueva demasiado.
Comparadas con las eras geológicas, las civilizaciones son experimentos transitorios. La brevedad de la vida humana dificulta identificarnos con un entorno que nos antecede desde hace milenios.
Pero el tema se vuelve dramático visto como presente. A cada instante, el elaborado ecosistema se daña en forma definitiva. En lo que se lee esta línea, la naturaleza recibe un impacto irreparable de máquinas y pesticidas.
El científico holandés Paul Josef Crutzen, Premio Nobel de Química en 1995, ha propuesto que nuestra era se defina como el Antropoceno, la etapa planetaria alterada por el hombre. El término no celebra el reino de lo humano; tiene un componente científico y un componente ético: describe un hecho incontrovertible y obliga a responsabilizarse de él.
Numerosos especialistas han seguido a Crutzen en su empeño por estudiar el planeta a partir de la intervención humana. Para algunos, todo comenzó con la agricultura y la deforestación; otros sitúan el cambio más severo en la revolución industrial y la consecuente contaminación del aire de las aguas; otros más consideran que lo peor ha sido la radiación atómica liberada en Hiroshima, Nagasaki y Chernobyl. Lo cierto es que la Tierra ha sido modificada en forma irreparable.
Jan Zalasiewicz, paleobiólogo de la Universidad de Leicester, encabeza un equipo dedicado a tasar estos impactos. En 2016 presentará un informe detallado a la Unión de Ciencias Geológicas para determinar si las alteraciones de origen antropológico son suficientes para juzgar que ya habitamos el Antropoceno.
La conciencia sobre el ecocidio se ha acelerado vertiginosamente en los últimos años. Esto aún no produce resultados definitivos para controlar las emisiones de carbono, el envenenamiento de los ríos o la tala de árboles centenarios. Pero no hay cambio que no comience con la prefiguración de algo distinto.
Hacía ahí apunta la adopción de un nuevo término para asumirnos como destructores de un planeta del que deberíamos ser huéspedes.
Las transformaciones culturales equivalen a un instante del cosmos, un parpadeo del sol. Esa mínima alteración puede tener efectos de largo alcance. En 1923, la Escuela Nacional de Agricultura se trasladó a Chapingo, encarnando los ideales progresistas del México postrevolucionario. Para reforzar el venturoso carácter de ese proyecto, Diego Rivera aceptó pintar ahí murales a veinte pesos el metro cuadrado, tarifa de un pintor de brocha gorda.
En mi infancia, Chapingo tenía un prestigio legendario. Jorge Friedmann, hermano mayor de mi amigo Pablo, estudiaba ahí de interno. Era nuestro ídolo: su uniforme incluía un vistoso espadín y se había roto una pierna en favor del equipo de futbol americano, los Toros Salvajes, cuya porra era un trabalenguas de fantasía: “Bumba-chicarraca-chicarraca-chica-bum”.
El recuerdo viene a cuento porque Jorge nos compartió con orgullo el lema de su Universidad: “Enseñar la explotación de la tierra, no la del hombre”. Pablo y yo, que acabábamos de descubrir el Manifiesto comunista, celebramos ese ideal de justicia. Cincuenta años después, aquel lema cargado de optimismo, concebido para promover un mundo igualitario, parece en falta con la tierra. El progreso ha revelado su lado más sombrío.
La concepción de la naturaleza como algo que debe ser dominado ha sido paulatinamente relevada por un principio de conservación. Este viraje positivo también ha provocado que surjan nuevos integrismos. En su espléndido libro Contra el cambio, Martín Caparrós alerta contra los excesos del ecologismo, que en ciertos casos prefiere explotar al hombre para salvar la tierra.
“Hay otros mundos, pero están en éste”, escribió Paul Éluard. Sólo tenemos un planeta. Definirlo a partir de lo que le hemos hecho es ya una forma de protegerlo.
También el tiempo nace y muere. El nuestro necesita otro nombre de pila.
Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=258356
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