Uno de los dramas del periodismo es que puede convertirse en rehén de aquello que detesta. Hace unos días el novelista chileno Jorge Edwards hablaba de un efecto secundario de la dictadura de Pinochet. Durante esos años de niebla y oscuridad resultaba imposible conceder una entrevista a la prensa internacional sin hablar del golpe militar. En forma paradójica, las reiteradas condenas al general confirmaban que la crítica no servía para derrotarlo y permitían que su dilatada sombra dominara las conversaciones.
De tanto vigilar el desastre algunos cronistas pierden la oportunidad de descubrir lo que escapa al desastre.
El pasado 25 de julio participé en Morelia en un encuentro de promoción de la lectura organizado por la Dirección General de Publicaciones del Conaculta. Durante dos días, 150 mediadores compartieron sus extraordinarias experiencias para contagiar la lectura. Todos trabajan en forma voluntaria, en condiciones muchas veces adversas. Hay salas en cárceles, escuelas para ciegos, hospitales, zonas de alto riesgo. Los obstáculos representan un curioso estímulo para estos brigadistas de la letra: mientras más difícil parece abrir un libro, más motivos encuentran para hacerlo; no se limitan a cumplir una tarea: encabezan una cruzada.
Las consecuencias de este entusiasmo rebasan con mucho el marco de la literatura. Estamos ante una prueba de la función de los libros para recuperar el tejido social, establecer lazos comunitarios, fomentar la autoestima y consolidar valores éticos. Intervine ante los promotores que han transformado la lectura en un heroísmo cotidiano. No es difícil imaginar la emoción que un encuentro como ése provoca en cualquier persona relacionada con la escritura. Al final del acto prevalecía un ánimo de reinvención de la realidad similar al que presencié en Cali en los años duros de la violencia colombiana, cuando el escritor Fernando Cruz Kronfly organizó un congreso sobre un tema que entonces parecía improbable, el “Principio Esperanza” del que habló Ernst Bloch.
Después del acto se improvisó una ronda con periodistas. ¿Alguno preguntó por el destino del libro, la promoción de la lectura, la importancia del arte para combatir la inseguridad y los demás asuntos discutidos? Para nada. Como en tantas ocasiones, los reporteros abordaron lo que les interesaba antes de llegar ahí: las autodefensas, el caso de “Mamá Rosa”, la reforma energética, la violencia en el país. Comparto esos intereses y he escrito sobre algunos de ellos. Pero en mi opinión la noticia era otra. Contesté brevemente y traté de volver a los libros. La más enjundiosa de mis colegas me informó que no tenía caso hablar de algo que ya había fracasado. Le pregunté a qué se refería y dijo que los bajos índices de lectura revelaban la ausencia de políticas públicas.
Obviamente, desde un punto de vista general tenía razón. Sin embargo, la realidad consta de partes y hay cosas que mejoran poco a poco. El infierno, como escribió Italo Calvino, no pertenece al más allá: está entre nosotros. La resistencia al mal consiste en detectar lo que no es infierno para apoyarlo y darle espacio. Caer en la “dialéctica del Todo o Nada”, a la que tantas veces se refirió Octavio Paz, significa ejercer la esterilidad. Argumenté que los impresionantes esfuerzos de los mediadores no podían ser desechados a causa de la mala salud de la República.
Al día siguiente las notas ignoraban el acto de hora y media y se concentraban en la entrevista de diez minutos sobre temas “noticiosos”.
No se puede cambiar el mundo sin empezar a cambiarlo. La construcción de la esperanza supone la derrota de nuestro propio pesimismo. Por desgracia, los primeros pasos que se apartan de la norma no suelen ser vistos por quienes piensan que la conciencia crítica consiste en repetir que todo fracasó. La necesaria condena de las numerosas lacras nacionales provoca que en ocasiones dar una buena noticia parezca una claudicación.
Rara vez se toman en cuenta las profundas repercusiones políticas de los actos culturales, científicos, médicos o educativos. Quien trabaja en la sección “nacional” y se asoma a un encuentro sobre el libro, pregunta por Peña Nieto, que no pudo decir los nombres de tres libros. Un extraño y perverso triunfo de la política sobre la cultura.
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