domingo, 14 de septiembre de 2014

Jorge Volpi - De libros y pantallas

Desde que hace unos 8 mil años nuestros antepasados pergeñaron sus primeros trazos, los humanos hemos permanecido obsesionados por conservar las palabras. Piedra tallada, tabletas de arcilla, tabletas de cera, tiras de bambú, rollos de vitela o pergamino, papel de celulosa. Manuscritos y, desde el siglo XV, libros impresos (LI). Los libros electrónicos (LE) son las más recientes incorporaciones a esta lista. A partir de la invención de la imprenta moderna, los LI se convirtieron en los más resistentes guardianes de nuestra memoria.
Sus virtudes: son baratos, durables, autosuficientes (no necesitan carga ni baterías), manejables. Pueden hojearse, marcarse y anotarse con facilidad (a riesgo de arruinarse). Y son francamente hermosos. Sus inconvenientes: son pesados y estorbosos (sobre todo cuando se coleccionan) y viven gracias a la muerte de millones de árboles. Y, para entenderlos a cabalidad, hay que acumular uno tras otro.

En un mundo ideal, cualquier lector debería ser capaz de hallar cualquier LI. En la realidad, los lectores sólo tienen acceso a unos cuantos ejemplares. Cualquier ciudad debería disponer de bien surtidas librerías y formidables bibliotecas. Fuera de las capitales, éstas son contadas y con acervos desfallecientes. En teoría, el mundo del libro debería estar dirigido por lectores ilustrados; en la práctica, la gobiernan editores: cada vez más consorcios internacionales interesados primordialmente por sus ganancias.
 
 
 
 
 
 
 

Como cualquier mercancía, los LI están sometidos a la férrea ley de la oferta y la demanda. Producirlos es caro. Almacenarlos, aún más. Si un libro vende su edición completa, albricias; si no, la solución irremediable consiste en tasajearlos. Para llegar a los lectores, han de superar un sinfín de obstáculos: fronteras, impuestos y presiones comerciales.

En este contexto aparecen los soportes electrónicos. En las computadoras se leen periódicos, revistas, páginas con toda suerte de datos y correos electrónicos, y se participa en las redes sociales. Una lectura fragmentaria, tensa, fatigosa. En los teléfonos móviles, una réplica en miniatura: lecturas más breves, más fragmentarias, más aleatorias. Aunque los nativos digitales leen allí lo que nosotros jamás aspiraríamos.

Y, por fin, los LE. Las odiosas -pero coloridas- pantallas de las tabletas y el cada vez más fino -pero monocromo- papel electrónico. Las virtudes de ambos: son ligerísimos, pues en un solo soporte caben más libros de los que alcanzaríamos a leer en una vida. Se pueden leer a cualquier hora. Y son cada vez más económicos. Un LE no es un libro: es un vasto conjunto de libros interconectados. Y, por encima de todo, el LE permite atisbar el fin de los problemas de distribución y almacenamiento. Dado que el soporte siempre incide en el contenido, los LI imponen ciertas longitudes. Ni demasiado breves ni demasiado voluminosos. Con los LE, cualquier extensión es viable. Y podemos desdeñar la autoedición, pero sus lectores se multiplican. Sus inconvenientes: imposible adivinar cuánto tiempo durarán. Necesitan baterías o carga eléctrica y una conexión a internet. En el modelo actual, no se pueden compartir. Y hay que pagarlos con tarjeta bancaria.

¿Por qué le tememos tanto al LE? He conversado con decenas de agudos lectores que nunca se han acercado a ellos por su amor al LI, como si cometieran una infidelidad. Otros los detestan por su ríspida implantación en el mercado. Tres compañías dominan el mercado global. Y una de ellas es dueña de casi la mitad. Pero los peligros no provienen del LE, sino del actual mercado del libro.
Para que el LE se convierta en uno de los grandes inventos de nuestra civilización es necesario que no se introduzcan nuevas barreras comerciales, que no se segmente el mercado y que se anime la variedad y la competencia de los escritores y de las empresas editoriales. Las ventajas de los LE, que irán ampliándose con rapidez, no harán que los LI desaparezcan de la noche a la mañana. Pero si la lógica se impone, el vehículo natural para seguir trasladando y compartiendo nuestra memoria individual y colectiva serán los LE.

¿Cómo imagino un LE perfecto? Con un papel electrónico más nítido y cercano al papel y a la tinta reales, aún más ligero, aún más barato y ubicuo, acaso enrollable (como un antiguo pergamino), cuyos contenidos puedan prestarse a un número limitado de usuarios y cargado sólo con luz solar. Un objeto tan hermoso como el mejor libro en papel.


@jvolpi
 
 
 
 
 
 

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