domingo, 14 de septiembre de 2014

Enrique Krauze - Las reformas y el desánimo

A la memoria de Bernardo Minkow.

Una pregunta quita el sueño a muchos políticos mexicanos: ¿cómo es posible que el conjunto de reformas más importantes de las últimas décadas provoque tanto entusiasmo en el exterior como rechazo en el interior? Mientras dos terceras partes de los representantes en el Congreso aprobaron esas reformas, dos terceras de los mexicanos consideran que el país lleva el rumbo equivocado.

Hay en el ánimo actual de México una mezcla que va del escepticismo y la incredulidad a la desmoralización y la desesperanza. No son los astros quienes rigen esos estados de ánimo sino las amargas experiencias de la historia.








En primer lugar las promesas incumplidas. A fines de los setenta, López Portillo prometió "la administración de la abundancia". El país se llenó de ánimo y esperanza, pero los inmensos recursos desembocaron en un mar de improductividad, despilfarro y corrupción. En 1982 sobrevino la quiebra financiera. Años después, las importantes reformas de Salinas de Gortari se vieron manchadas por episodios de corrupción y violencia, y errores económicos que provocaron un segundo derrumbe financiero. No obstante, el buen ánimo persistió hasta el arranque de este siglo, debido a la fe puesta en la democracia. Por desgracia, apareció en escena la violencia del narcotráfico y el crimen organizado. Al devaluar la vida individual de los mexicanos, la violencia terminó por derrumbar sus precarias ilusiones en la eficacia de los gobiernos. Y la sociedad no ve razones para recuperarlas.

Otro motivo para no echar las campanas a vuelo es la legítima duda sobre la instrumentación productiva y transparente de las reformas. El Gobierno ha dicho que espera un flujo de 101,000 millones de dólares en inversiones relacionadas al sector energético en los próximos cinco años. Pero la sociedad se pregunta ¿el órgano regulador será capaz de regularlas? ¿Cuándo y cómo llegarán esos recursos al bolsillo de los mexicanos, sobre todo los más pobres? O, como es costumbre, ¿enriquecerán a una nueva camada de políticos y empresarios?

También las otras reformas despiertan suspicacias: ¿mejorarán los contenidos en televisión, los servicios telefónicos y el internet? ¿Podrá revertirse la inercia burocrática y sectarismo ideológicos de los sindicatos magisteriales? ¿Recobrarán los maestros alguna vez la mística educativa que alguna vez les dio un lugar de honor en la sociedad?

Para complicar las cosas, el Gobierno no ha sabido trasmitir adecuadamente el contenido, la significación, el alcance y pronóstico de las reformas. Un cambio de tal profundidad -la Reforma Energética contradice la enseñanza nacionalista de los últimos 75 años en México- requería un esfuerzo inédito de comunicación en el que no bastan los promocionales mercadotécnicos o las frases ingeniosas sino el mensaje que llegue a la mente y al corazón, y explique con calor y sinceridad la justificación de los cambios, los sacrificios que implican y los tiempos (que pueden ser largos) para que comiencen a fructificar.

El Gobierno y sus aliados en el Congreso decidieron conscientemente proceder a reformar, partiendo de la base (legal) de que son los representantes electos de una mayoría de ciudadanos. Pero en la joven y frágil democracia mexicana la representatividad es un concepto que tiene poco arraigo. De allí que los representados se sientan ajenos a lo que se decide en las alturas. Estas reformas parecen ocurrir en el seno del Estado, no en el de la sociedad.

Así piensan los críticos de la reforma hacendaria: buscando fortalecer y acrecentar las arcas públicas, el Gobierno ha inhibido el crecimiento. Es indudable que si el país estuviese creciendo a una tasa razonable los ánimos serían mejores. Pero la economía no crece y el ciudadano común no entiende por qué. Lo que sí ve es la persistencia de casos de corrupción en la clase política.

México ha abierto su economía y practica la democracia electoral, pero hay una reforma pendiente, tan o más importante que la suma de las reformas aprobadas: la del Estado de Derecho que ponga un límite a la impunidad, que es el mayor agravio de la sociedad. Sin esa reforma, me temo, el mexicano seguirá enfrentando la vida con el semblante alegre que por fortuna (y milagro) lo caracteriza, pero sin esperanza en un futuro mejor.


 
 
 
 

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