La presencia del crimen organizado junto con la violencia ilegal y violatoria de los derechos humanos por parte de diversos cuerpos de seguridad pública, a veces vinculados a grupos delictivos, se suma a los ancestrales problemas de pobreza y desigualdad sobre los que se reproducen la corrupción y la impunidad.
Todo esto ocurre después de que México impulsó con éxito en las últimas décadas dos grandes agendas reformadoras: la de su régimen político, que permitió en un dilatado proceso de transición democrática ir de la hegemonía de un solo partido a un sistema plural de partidos, así como la de su modelo de desarrollo que dejó atrás las divisas del estatismo para abrir la economía al mundo y a las reglas del mercado. Paradójicamente, esta nación latinoamericana que cumplió a cabalidad con los cambios que deberían colocarla en la antesala de la modernidad, vive ahora un escenario de inseguridad y de largo estancamiento económico.
Si se quiere avanzar por un camino menos plagado de amenazas, habrá que revisar lo que se ha hecho y dejado de hacer, para de ahí emprender correcciones tan urgentes como necesarias. En primer lugar es indispensable identificar los aciertos, pues son la base de la que conviene partir para no ir a un retroceso mayor. Las elecciones competidas y los gobernantes genuinamente electos son logros a los que no se debería renunciar y, en todo caso, habrá que preguntarse cómo el respeto al voto puede ser un instrumento para hacer que otros derechos básicos se comiencen a ejercer. Es obvio, sin embargo, que no ha bastado con la alternancia en los Gobiernos, con la expansión de la pluralidad en los espacios parlamentarios o con la ampliación de los actores y corrientes políticas que hoy conforman el mapa político del poder formal para que la democracia haya brindado resultados tangibles para la vida diaria de la población.
En materia económica, el crecimiento de México en los últimos 30 años ha sido del 3,5% promedio anual. No se ha conseguido fortalecer la capacidad de recaudación que es sólo del 11% del PIB, la inversión pública no alcanza el 6% del producto y un tercio del gasto público se financia con la renta petrolera. Es muy difícil la edificación de un Estado de bienestar mínimo en un contexto de severa anemia de las finanzas públicas que el orden político de la pluralidad no ha sido capaz de revertir.
Hace ya una década el Informe sobre la democracia en América Latina del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) alertaba del riesgo de que la insatisfacción “en” la democracia se convirtiera en insatisfacción “contra” la democracia.
El respeto al voto y las elecciones competidas no son suficientes para conjurar el malestar general que provocan la espiral de violencia de los últimos años –70.000 asesinatos se cometieron en el Gobierno de 2006 a 2012– y una economía que produce multimillonarios del top ten mundial pero no trabajo digno –el 60% del empleo es informal– ni salario decente –el salario mínimo vigente no permite a una familia escapar de la pobreza– en casa.
La agenda de la llamada clase política no puede ser, en este escenario, estrictamente electoral ni autorreferencial. Ya se sabe que por sí misma la alternancia en el Gobierno –local o federal– no será la cura mágica frente a la inseguridad y los atropellos de los poderes fácticos o formales.
Mal harían los actores políticos si reducen sus definiciones a deslindes o recriminaciones en mera lógica electoral y partidista, pues lo que hace falta es sentido de responsabilidad para construir una estrategia de Estado democrático de cara a la gravedad del asunto.
Tiene que ser en el espacio de la procuración de justicia, de la defensa de los derechos humanos, con la participación de las instituciones del Estado nacional, como el Senado y el Ejecutivo federal, desde donde deben enfrentarse con máxima pulcritud, apego a las leyes y rendición de cuentas estos hechos delictivos cuya crueldad es imposible de asimilar. Será poco lo que pueda esperarse de las instituciones del Estado mexicano si no son capaces de revelar la verdad y si no extirpan cualquier espacio a la impunidad de lo acontecido en Guerrero, pero no nada más ahí.
Las elecciones deben ser parte de la solución, no de los problemas. Ello exige que los comicios a celebrarse en 2015, en los que se renovará la Cámara de Diputados federal y las autoridades de 18 de las 32 entidades del país, se organicen con la máxima pulcritud y transparencia, pues de ello depende su credibilidad. A las autoridades electorales nos corresponde asegurar la equidad en las contiendas y el pleno respeto al sufragio, atajando prácticas como los gastos excesivos o el financiamiento ilícito; nada más, pero nada menos. A la vez, el árbitro electoral no puede ni debe asumir funciones de otras instancias del Estado, como la procuración de justicia, la persecución de delitos o la seguridad pública.
En México es hora de que los actores políticos vayan más allá de los pactos con los que acordaron reglas del juego comunes para disputarse el poder, y se ocupen de cómo y al servicio de quién se ejerce dicho poder. La viabilidad de la democracia y del Estado mexicano está en juego.
Ciro Murayama es economista y consejero electoral del Instituto Nacional Electoral de México. Twitter @ciromurayama
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