Es verdad que los hechos ocurridos en Iguala la noche del 26 de septiembre se
han convertido en la prueba de fuego del gobierno de Enrique Peña Nieto. Es
cierto que en los 22 meses que lleva su gobierno nunca se había visto rebasado
como se le ha visto desde que unos policías municipales dispararon y
secuestraron a jóvenes normalistas. Ningún mandatario local lo había desafiado
como lo hace Ángel Aguirre desde hace una semana. Tampoco se le había visto
cometer un error de juicio como el que lo llevó, durante una semana, a actuar
como si el problema fuera local, como si los 43 jóvenes no estuvieran
desaparecidos y todo se fuera a arreglar sin la intervención del gobierno
federal. Y cuando salió, 10 días después de los hechos, el discurso del
presidente fue, no sólo tardío, sino confuso y poco contundente.
Del gobernador Ángel Aguirre no se esperaba mucho, pero su actuación ha sido muy
lamentable. Tienen también razón los que se desesperan por no verlo adoptar una
actitud más digna. El estado está literalmente en llamas y él sigue escurriendo
cualquier responsabilidad. Da pena y rabia verlo luchar a diario por salvar su
puesto. Dice que tiene la conciencia tranquila. ¿Cómo le hace? ¿Cómo logra que
no le vengan a la cabeza una y mil veces los recuerdos de cuando fueron a
denunciarle las trapacerías y los crímenes de la pareja municipal de Iguala? Sus
declaraciones intempestivas y echadas para adelante no buscan resolver nada,
sólo garantizarle a él la permanencia. En el extremo salió aliviado a decir que
sabía que algunos de los cuerpos encontrados en la fosas no eran de estudiantes,
¿como si los otros muertos no importaran? Lo traicionó la sed que tiene de dar
“buenas noticias”, de parecer en control y con poder.
También es verdad lo mal parada que queda la izquierda toda. Desde el recién
nombrado Carlos Navarrete que pide perdón por Iguala pero defiende a capa y
espada a Aguirre por miedo a quedarse sin sus operadores políticos para la
próxima elección, el PT y Movimiento Ciudadano que no han salido a asumir la
parte que les toca por haber respaldado a José Luis Abarca como candidato a la
alcaldía de Iguala, y Morena que tiene como futuro candidato a la gubernatura al
padrino político de Abarca.
Después de Iguala, a raíz de Iguala, llueven las criticas y los señalamientos. Y
todos tienen razón. Hasta la Iglesia, que beligerante nos define como “El país
de las matanzas”. Sí, el gobierno de Peña Nieto está en serios aprietos, Aguirre
es impresentable y debería haber renunciado, y el PRD y la izquierda nos
demuestran que son capaces de hacer cálculos políticos hasta en la peores
circunstancias.
Sin embargo, me sorprende encontrar entusiasmo en algunos de los que señalan y
critican lo mal que lo ha hecho el gobierno de Peña Nieto, lo mal que gobierna
la izquierda, lo incapaces que son los partidos de elegir candidatos, de sortear
crisis. ¿De qué podrán alegrarse? ¿De que ningún partido parece encontrar la
receta para sacarnos de la violencia? Y es que más allá de lo que signifique
para los partidos y gobernantes, Iguala nos regresa a todos a un escenario donde
la violencia nos atrapa, nos enferma y nos define.
Nadie pensaba que el tema estuviera resuelto —basta con preguntarle a los
guerrerenses y michoacanos—, pero sí había la esperanza, apoyada en cifras, de
que lo peor había pasado (y quizá sea cierto en términos generales). Pero Iguala
nos recordó Villas de Salvárcar, al Pozolero, a los 72 de San Fernando. Iguala
nos dice a todos que la violencia extrema e irracional está al acecho. Una
violencia que no deja ganadores porque nos nubla a todos el futuro.
Fuente: http://www.eluniversalmas.com.mx/columnas/2014/10/109272.php
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