Un mes antes durante otro viaje, el tema de sobremesa con el turista mexicano de paso por Madrid habían sido las reformas que intentaba el Gobierno de Peña Nieto y la supuesta prosperidad que eso acarrearía. Yo sentí que a ojos de los europeos pasé del país de pujanza modernizadora e imparable de praderas de miel y bienaventuranza a la tierra de las matanzas oscuras y malignas de seres y entidades dignos del Apocalipsis Now del Marlon Brandon más oscuro. De ese tamaño, me parece, ha sido el descalabro que los recientes escándalos han provocado en la imagen internacional en la gestión de Peña Nieto.
El Gobierno mismo no fue capaz de darse cuenta de la repercusión que el hecho tendría en la opinión pública mundial. La primera reacción de la autoridad federal se caracterizó por el desdén seguido de la negación. El presidente del país atribuyó la desaparición de estudiantes normalistas a la negligencia del gobernador de Guerrero, perteneciente a otro partido político, como si la simple acusación no solo eliminara de toda responsabilidad al Gobierno federal sino además le generara dividendos políticos al afectar a sus rivales. Hoy se ha dado cuenta de que el escándalo internacional puede llevarse entre las patas toda la imagen de mandatario modernizador que su Gobierno había logrado instalar en los centros de poder de las metrópolis. Hace unos días el propio ministro de Hacienda, Luis Videgaray, debió aceptar que las tragedias podrían afectar la confianza del inversionista extranjero y, por ende, la recuperación económica.
Ha llegado el momento de entender que hay límites a la esquizofrenia con la que un país puede operar. El México de los pobres, el 50% sumergido en la economía informal y que opera con otras leyes que no son las de los tribunales, ese que subyace bajo el enorme océano oculto de aguas turbulentas y salvajes, no puede coexistir indefinidamente con la tersa calma del paisaje paradisíaco que el Paseo de la Reforma se empeña en mostrarnos.
El Gobierno ordenará investigaciones sobre lo sucedido y con toda probabilidad ofrecerá a la opinión pública responsables reales o presuntos de las matanzas perpetradas. Tras ello reanudará el intenso lobby en las metrópolis para convencer al mundo de las maravillas que nos esperan.
El problema es que al mundo cada vez le resulta más difícil olvidar la última de las ignominias y pretender, como lo hacen nuestras autoridades, que aquí no ha pasado nada. Ya era difícil de tragar que 100.000 muertos hubieran desaparecido en la guerra en contra del narco sin juicios ni tribunales de por medio. Sin embargo, las ejecuciones sumarias de ciudadanos a manos de autoridades en Tlatlaya y en Iguala constituyen abominaciones de otra magnitud: crímenes de lesa humanidad. De esas que no se borran en la dimensión ética inasible pero inexorable de la conciencia internacional.
Un llamado de atención para México, para los mexicanos, para su Gobierno de que las transformaciones necesarias no pasan por un mero lifting de rostro. La podredumbre de los cimientos es de tal magnitud que no hay remodelación de fachadas que valga.
La obra reformadora del Gobierno actual seguramente tendrá efectos longevos en la economía y la política mexicana, pero el Gobierno priista corre el riesgo de que para la comunidad internacional las ominosas matanzas se conviertan en el Guantánamo del regreso priista. Peor aún, corremos el riesgo de que el contraste ominoso y vergonzante entre las paredes recién pintadas y la estructura podrida termine por generar no uno sino varios Guantánamos en lo que resta del sexenio. Iguala y Tlatlaya espantan por lo que revelan, pero también por lo que anuncian.
@jorgezepedap
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