LOS HECHOS
La matanza de estudiantes normalistas en Iguala es el acontecimiento más brutal y estremecedor que los mexicanos han vivido y exhibido al mundo en lo que va del siglo XXI.
Decimos que es el peor, pero no el único: las recientes ejecuciones de Tlatlaya perpetradas por el Ejército (Estado de México), la masacre de migrantes en San Fernando (Tamaulipas) a manos de una banda asesina, la prolongada ola de feminicidios en Ciudad Juárez, el incendio del Casino Royale en Monterrey o la dominación criminal de territorios completos en Michoacán, son muestras de una profunda descomposición política, social y moral que lleva lustros y que afecta ya a una buena parte del Estado y del territorio nacional.
Decimos que es el peor acontecimiento por su insólita crueldad, propia de un campo de exterminio; porque puso al descubierto una “forma de trabajo” criminal, en la que los asesinatos rutinarios sobre el monte, disimulados en fosas que escondían el homicidio, se erigían sin embargo como señal eficiente para mantener el terror y el control de una ciudad, sin escapatoria posible. Pero es el peor, porque resultó una prueba indudable de la connivencia entre policías, autoridades y bandas delincuenciales. Como ningún otro episodio criminal en México, ha exhibido el fracaso del Estado y de los gobiernos, en tramos y en obligaciones fundamentales:
En la policía del municipio, maniatada y al servicio de las bandas delincuenciales.
En la policía del estado, sin reflejos ni capacidad para acudir, ni siquiera interesarse en los hechos de extrema violencia conocidos y denunciados en la Ciudad de Iguala.
En el Ejército, que tampoco supo ni quiso hacerse cargo de la seguridad de la población ni de los jóvenes normalistas colocados en una situación límite.
En los procesos de selección de candidatos de los partidos políticos –esta vez, de la izquierda nacional (PRD y PT)- capaz de encumbrar a un individuo de vínculos familiares directos con los cárteles de la droga.
En la procuración de justicia estatal y federal, indiferentes e indolentes ante las denuncias por homicidio contra el Presidente Municipal, en 2013.
En la investigación incompetente y deliberadamente lenta, cuya negligencia hizo perder un tiempo crucial para la averiguación de los hechos.
En los servicios de inteligencia, incapaces de alertar ni prevenir las consecuencias de una comunidad de cien mil habitantes envuelta por un estrato criminal.
En el pasmo y la reacción errática del Gobierno federal, que tardó diez días en atraer un caso de lesa humanidad y omiso por un año, ante las denuncias contra el Presidente Municipal.
En síntesis: cuerpos policíacos, Ejército, partidos políticos, procuradurías de justicia, aparatos de inteligencia, gobierno local y gobierno federal, tienen una grave e inocultable responsabilidad, y su actuación, por omisión o comisión, configura un fracaso mayúsculo del Estado mexicano.
Reformar y rehabilitar al Estado es –debe ser- el propósito mayor de nuestro tiempo, precipitado ahora por acontecimientos terribles. La ilusión según la cual primero debieran producirse “las reformas estructurales que necesita el país” y luego la equidad, el reparto, el cambio institucional y el Estado Democrático de Derecho, se ha demostrado trágicamente falsa en éstos días aciagos.
Pero rehabilitar al Estado exige, en primer lugar, trascender las visiones y los análisis en bloque. Es vital castigar y deshacer a las bandas delictivas que han desatado la violencia y el terror en una dimensión hasta ahora desconocida. También hay que castigar a los funcionarios públicos coludidos con ellas. Pero es igualmente necesario identificar y apoyar a las instituciones y personas que desde su posición de funcionarios del Estado, se han mantenido dispuestas a cumplir con sus obligaciones, en primer lugar, con su obligación de dar seguridad a los ciudadanos a pesar de todas las dificultades.
Las causas de la crisis son por naturaleza complejas, diversas, pues afectan aspectos fundamentales de la vida pública y no se configuraron en un día. Determinar sus orígenes requiere un esfuerzo de reflexión y análisis, sin veladuras, capaz de fijar la defensa del interés nacional como un llamado de urgencia a las reformas urgentes que son más necesarias. Ninguna salida importante se puede concebir sin la movilización de la sociedad civil que hoy ha demostrado su rechazo a un orden de cosas que garantiza los cambios superficiales sin recuperar los fines del Estado y cuya revisión crítica es parte del empeño para reconstruir la convivencia y la paz.
Contra el simplismo de corte autoritario que sueña aquí y ahora con una purísima sociedad sin Estado, es preciso reivindicar la necesidad de una reforma genuina, capaz de reencauzar la vida social por el cauce maltrecho de la democracia. Es una realidad que los mayores grados de libertad alcanzados en décadas anteriores, se diluyen ante la desigualdad que divide y enfrenta entre sí a la ciudadanía, al punto de que sin un cambio de rumbo, el panorama se muestra inseguro para todos, hostil y amenazador.
No hay atajos ni alternativas, sean neoliberales o anarquistas: es desde el Estado, es desde la autoridad pública elegida por los mexicanos, desde las instituciones, donde se habrá de sostener una batalla crucial en dos frentes: contra las cruentas catervas criminales y simultáneamente, para reformar y poner al día las instituciones que deben perseguirlas.
Nadie podía prever la profundidad de las raíces sociales del crimen ni sus grados de crueldad, pero tampoco era imaginable la desorganización y la ineficacia estatal antes y después de la tragedia. El propio Presidente de la República llegó a decir que los desaparecidos eran un “asunto local” y el PRD decidió en un primer momento proteger a “su” Gobernador anulado ya, por su propia inacción desde la noche misma de la matanza.
Así, la desgracia de los 43 estudiantes desvaneció el mito de un Estado fuerte y unificado: la evidencia de unos partidos y una administración pública, allá al servicio de los delincuentes, aquí, inconexa, sin reflejos, enajenada por su propia retórica y por la imagen que se ha construido de sí misma. Todo ello dibuja un cuadro inquietante de una clase dirigente y un Estado debilitados, muy atrás del país real y muy lejos de entender y encarar la gravedad de los hechos en Iguala.
Es cierto que el malestar y el escepticismo estaban instalados dentro del país mucho antes, debido sobre todo, al decepcionante desempeño económico; pero el carácter monstruoso de los hechos, la ineficacia institucional y política demostrada, fueron reconocidos por la opinión pública del mundo y se ubicó al gobierno y al Presidente en el centro de la crítica internacional.
LAS REACCIONES A LOS HECHOS
Después de casi 60 días, es posible afirmar que 2014 es ya otro año oscuro con una cauda de costos humanos, materiales, atraso y rencor social que se seguirá acumulando mientras no se articule una respuesta estatal del alcance y del tamaño de la propia tragedia, capaz de tomar el pulso a una sociedad dolida y desconfiada que a través de la protesta exige cambios en la vida nacional. Pero llegar a ella, exigiría una deliberación pública muy seria y muy articulada, que todavía no tenemos.
Lo que siguió a continuación de la noche del 26 de septiembre constituye otro drama, aunque de tipo distinto. El espanto y la indignación han fluido sobre un ambiente público pobre y mezquino. Los dirigentes políticos tuvieron como primera e instintiva reacción la protección corporada y la acusación mutua, casi instantánea, entre los distintos personajes y partidos. Especialmente dura ha sido la confrontación al interior del principal partido de la izquierda en el Estado de Guerrero, atrapado desde los primeros días en callejón del cálculo político, en lugar de asumir con decisión las responsabilidades insuficientemente aclaradas que sin duda le corresponden.
Por otro lado, aún hoy, no existe un discurso gubernamental que responda a la magnitud de la crisis ni un esfuerzo por proporcionar una explicación de conjunto: ¿Cómo dominaba el narcotráfico la política y la administración de Iguala? ¿Cómo convivía con el Gobierno estatal? ¿Cómo ejercía su feroz control, cómo se eludieron los controles federales y cómo se desató la violencia en los días y horas previos a la masacre?
La explicación del Procurador General de la República es el único intento para entender una parte de aquellas circunstancias, pero no alcanza a constituir una explicación completa y coherente de cómo el crimen llegó a tales extremos, a tal dominio económico, político, social (y a tal grado de sevicia) ni por tanto, cómo arrancar sus raíces ni las vías de reconstrucción de la sociedad, lo mismo en Iguala que en el resto de Guerrero.
Este diagnóstico serio, documentado y sin concesiones, es una de las peores omisiones del Gobierno de la República, quien en plena explosión de la crisis, sólo atinó a emitir un rechazo genérico a la violencia y dos frases de efecto suficientes para salir del paso (discurso del 14 de octubre, 2014) y sin embargo, seguir en el aturdimiento.
Al vacío, el pasmo y la confusión política y gubernamental, siguió una espiral igualmente confusa en los medios de comunicación. La opinión publicada ha sido estridente y errática, vehículo de versiones sin sustento, elucubraciones y rumores, más o menos interesados y absurdos. Al menos, tras las primeras cinco semanas de la desgracia, en su conjunto, la actividad de los comentaristas sirvió de poco como plataforma para elaborar un diagnóstico, una narrativa fundamentada y pistas para una salida de la estupefacción y de la crisis política y social.
Como correlato de todo, México vio extenderse una poderosa onda de protesta social, conmovida y convencida de que el crimen y la corrupción han llegado demasiado lejos. La magnitud de la tragedia suscitó reacciones colectivas por todo el país, especialmente en los sectores más jóvenes, portadores del malestar y el rechazo, y de las demandas más elementales de justicia y castigo, envueltas en un tipo de rabia y desconfianza que corrió como un reguero de pólvora en todo el país. Estas manifestaciones mostraron en todo momento su voluntad cívica y pacífica, y nada tienen que ver con los grupos orquestados de la provocación violenta.
No obstante -hay que decirlo- la necesaria, saludable y enorme ola de indignación moral que ha recorrido decenas de ciudades en México (y en muchas otras partes del mundo) tampoco ha encontrado, fuera del rechazo absoluto a la impunidad, un discurso diferencial. Como suele ocurrir con las acciones dictadas por la espontaneidad, sus grandes energías y su decisión de cambio no han construido un cauce ni una fórmula para jerarquizar demandas asequibles y transformaciones precisas.
Las grandes consignas aparecen de la noche a la mañana como evocaciones de otras situaciones o reducidas a frase que a fuer de simples se vacían de todo contenido: “Fue el Estado”, “Que se vayan todos” y “Que renuncie Peña” expresan un sentimiento comprensible de las emociones de millones, pero por su carácter difuso y antipolítico, pueden derivar en una mera espiral contestataria, un callejón sin salida y una nueva frustración colectiva.
La consigna maestra “Fue el Estado”, lejos de esclarecer las articulaciones entre los distintos niveles y poderes, las posibles cadenas de complicidad, sepulta la posibilidad de juzgar a los responsables directos de los asesinatos, los cuales aprovechan para protegerse entre la maleza de las generalizaciones verbalmente más radicales. De esa manera, la divisa “Fue el Estado” –aun sin quererlo- libera de culpas a los autores directos de la masacre: los criminales del narcotráfico guerrerense, primer objetivo del repudio y la condena de todo nuestro país.
En el marco de la indignación generalizada, sin embargo, se han suscitado acciones violentas perpetradas por grupos o movilizaciones de distinta índole. Esa violencia solo incrementa la incertidumbre. Sus derivaciones están a la vista: destrucción, miedo y eventualmente muerte; al confundirse con las movilizaciones pacíficas, tiende a restarles la simpatía legítimamente ganada y por si ello fuera poco, su extensión y reproducción puede ser el prólogo de un desenlace que profundice la desconfianza entre sectores de la sociedad y el Estado.
Los centros de educación superior de manera natural han sido espacios de la más genuina indignación social en buena hora pero, por su propia naturaleza, resultan particularmente vulnerables a los desencuentros, las provocaciones y las acechanzas, como lo muestran los actos de amedrentamiento que ha sufrido la Universidad Nacional en las últimas semanas. El respeto, respaldo y cuidado a la Universidad Nacional es una obligación política de todos los niveles de gobierno y de las fuerzas políticas, especialmente, en estos días.
Muy pocos han intentado elevar la mira y trascender el miedo y la indignación. Ni las fuerzas políticas y las instituciones del Estado, ni la sociedad civil, ni las movilizaciones en curso, han conseguido abrir un espacio público para restablecer puentes hacia el diálogo, la deliberación, la propuesta y la elaboración de iniciativas y estrategias que den cierto sentido al momento y un horizonte a la nación.
Justo por eso, es obligado reconocer los llamados que, si bien escasos, se han puesto sobre la mesa para agotar todas las vías de entendimiento y de diálogo para desactivar la espiral de violencia, de provocación, de afectación a terceros y buscar fórmulas de solución a los agudos problemas que hoy sacuden al país.
SALIR DEL PASMO
La matanza de Iguala también nos mostró cuán poco entendemos al México contemporáneo y el abismo que hay entre la realidad cotidiana de millones y el discurso jaculatorio de modernidad.
No hay tal “sobre-diagnóstico” de México. Hay un discurso repetitivo y dominante que cree saber cuáles son las fórmulas y las reformas necesarias para encaminarnos a la prosperidad. Pero la hipótesis de los cambios estructurales, en un plazo extremadamente breve, se ha demostrado demasiado frágil, demasiado endeble frente a los acomodos de la realidad.
La parsimoniosa agenda gubernamental (según la cual las reformas institucionales y los cambios de gobierno podían esperar a la prometida bonanza de las reformas estructurales) ha caído por su propio peso –como colección de meras hipótesis- ante la evidencia del pasmo y la impotencia estatal.
Por eso, por la gravedad de la situación y porque la enorme indignación y movilización nacional debe encontrar un cauce institucional y una agenda de cambios propios, el Instituto de Estudios para la Transición Democrática quiere proponer siete temas para el abordaje y el acuerdo político y social urgente.
Los derechos humanos deben colocarse en el centro de los debates y de todas las políticas, en adelante. No es admisible ya una política acomodaticia en la materia, y en ese sentido, el nombramiento de una personalidad independiente y solvente al frente de la CNDH, es un paso adelante pero hace falta mucho más.
La atención a las víctimas –ahora, a los padres de los normalistas- vuelve a ser tema de enorme relevancia, porque son el centro del dolor y de la indignación de nuestro país. La CNDH debería encabezar una política de respaldo profesional, información, diálogo y protección hacia los deudos más allá de la justa indemnización. Su cuidado y atención es el fundamento de cualquier posibilidad de reconciliación y recomposición social en el estado de Guerrero.
La discusión y rehabilitación del poder municipal. A estas alturas queda claro que ése es el ámbito privilegiado por el crimen (no el único) para reproducir su control. ¿Qué políticas seguir para fortalecer su capacidad institucional?, ¿qué facultades deben ser asumidas por los gobiernos estatales y cuáles por el federal? La re-centralización no es opción, pero tampoco el abandono y la indiferencia ante gobiernos tan débiles y expuestos ante poderes criminales que los superan ampliamente. Es posible que haya llegado la hora de replantear el mapa municipal de México: su fusión, ampliación, fortalecimiento, régimen de facultades, responsabilidades y derechos. México está obligado a examinar con toda seriedad la cuestión del federalismo, pieza esencial del Estado, que desde hace tiempo espera su reforma en un sentido democrático. Es una discusión de gran alcance que merece una mucha mayor atención en el futuro inmediato.
La impartición de justicia es otra área clave que no se resolverá con el conocido expediente de mayores presupuestos ni con la magia atribuida a los juicios orales. Es preciso decir, con todas sus letras, que hay una crisis en el corazón mismo del Estado de Derecho cuyos efectos ponen en un predicamento las aspiraciones de justicia y equidad de los ciudadanos mexicanos. La corrupción no es un mal menor, al contrario: condiciona el funcionamiento de las instituciones y agrava la precariedad de la convivencia social.
El poder judicial en su conjunto -especialmente el órgano rector, la Suprema Corte- tiene una gran responsabilidad en la tarea (compartida por el Legislativo) de asumir en lo inmediato los cambios que la gravedad de la situación les plantea, por ejemplo: los amparos solicitados por los criminales más señalados deben ser objeto de seguimiento por las instancias de supervisión, y no sólo por jueces aislados. Los juicios a los casos más graves deben cursar por trayectorias claras y perentorias, sin excusas administrativas. El caso Tlatlaya –para la justicia militar- debe ser ampliamente esclarecido y sobre todo, la aprehensión y el castigo a los responsables materiales de la masacre en Iguala es igualmente crucial para la credibilidad de cualquier otra iniciativa del Estado y del Gobierno.
La pobreza y la desigualdad son el abono de la violencia endémica y del tránsito cada vez más expedito de la juventud hacia los mercados delincuenciales. Es imposible separar el atraso, la falta de crecimiento y de oportunidades, de la decisión de miles de mexicanos para enrolarse en el ejército criminal que ya existe y que hoy ha puesto en jaque al Estado en amplias zonas y segmentos del país. Ésta es la coyuntura precisa para replantear seriamente el conjunto de programas sociales en los órdenes federal, local y municipal; actualizar los programas contra la pobreza extrema y contra el hambre y sobre todo, enviar un mensaje de cohesión social inequívoco. En este sentido, la propuesta para incrementar el salario mínimo cobra un especial significado y trascendencia en estos días. No sólo se ha demostrado su factibilidad macroeconómica (no generaría inflación, ni desempleo); no sólo está madura la liberación jurídica del salario mínimo en tanto mera referencia de precios y conceptos; sino que ahora, se erige como una oportunidad para que el Estado, los empresarios y los sindicatos construyen una demostración inequívoca de su compromiso con el país y la cohesión social.
Por su parte, la utopía conservadora que creyó viable la extinción por inercia y abandono al sistema de Normales y de Normales Rurales, ha mostrado su futilidad y ha dado un vuelco que requiere de urgente y total atención por parte de las autoridades educativas. Se ha vuelto especialmente apremiante generar alternativas, opciones innovadoras e incluyentes para el sistema de educación media superior y superior, de modo que el país esté en condiciones de dar cabida a más jóvenes, ofrecerles un tipo de tránsito vital significativo (más significativo que el desempleo, la degradación curricular o el crimen) y rutas de regularización suficientes y adecuadas a la multiplicación de la demanda en una sociedad que todavía cruza por la oportunidad de su bono demográfico.
El combate a la corrupción es la forma concreta que adquiere hoy, esa enorme exigencia contra la impunidad y por el Estado de Derecho. Pocas veces estuvo tan claramente inserta y con tal urgencia en la agenda nacional, una genuina reingeniería de la estructura de rendición de cuentas en todo el país, especialmente en los niveles primarios del Estado. La elaboración de otra forma de combatir la corrupción está madura, lo mismo en la academia que en la política, y no hay razones para seguir posponiéndola.
Crisis de representatividad, crisis administrativa y crisis en la capacidad de respuesta del Gobierno, un cuadro perturbador que debería convocar a una discusión política amplia, acerca del régimen y la forma en que se organiza el poder público en el país. El Presidencialismo, sus excesos, el personalismo que engendra y sus muchas trampas institucionales asociadas, muestran una y otra vez, que no cuentan con el instrumental ni con la capacidad para gestionar el tamaño de los problemas ni la pluralidad y diversidad real del país. A querer o no, nos enfrentamos a una crisis de nuestra democracia, de la izquierda, del régimen de partidos, del Estado de Derecho y de la política misma como actividad esencial para elaborar el interés público y encontrar las soluciones comunes. La reforma del poder público, es el horizonte que puede encuadrar la discusión nacional de los siguientes meses.
EN RESUMEN
Estamos obligados a reformar todo lo que exige una situación inédita y ominosa, como la que atravesamos hoy. Desde el IETD no apostamos por el colapso, ni compartimos la peregrina idea de que “entre peor, mejor”. La movilización social debe ser un acicate para que cada uno de los eslabones que tienen que ver con la impartición de justicia sea revisado y eventualmente reformado. Estamos hablando de las policías, los ministerios públicos, los jueces, los reclusorios. No existe acto de magia que pueda resolver lo que tiene que hacerse con diagnósticos puntuales e iniciativas pertinentes.
Ante el pasmo de amplias zonas del poder político, la sucesión de reproches sin fin en que se involucran los partidos y la estupefacción que a menudo se convierte en desorientación de la sociedad activa, es urgente precisar un rumbo, hacer de las reformas –acicateadas por la pertinente movilización social– un método virtuoso y no recurso vergonzante y tener como mira central la reforma de las instituciones estatales.
Necesitamos renovar la conversación pública y darle un formato nuevo. Imaginamos un acuerdo, como la concurrencia de los poderes legítimos, las formaciones políticas y las organizaciones y los movimientos sociales que hoy han hecho patente su existencia, la vigencia de la denuncia y su voluntad de participación.
Iguala es la última estación de un problema de dimensiones inmensas, trasnacional y de un enorme poder corruptor (el narcotráfico) cuyas consecuencias seguiremos viviendo dolorosamente en los días y años próximos. Es una estación trágica y excepcional que exige respuestas también excepcionales, elaboradas democráticamente, dentro de las instituciones y tomando en cuenta ese México airado y participativo súbitamente iluminado desde la pequeña urge del estado de Guerrero.
Abruptamente, se ha terminado la leyenda dorada según la cual la corrupción endémica es manejable y sus excesos son administrables. Nuestro ya viejo modelo económico (y mental) y sus reformas estelares, deberían despertar y atreverse a mirar los fundamentos de su propia subsistencia: menos Estado, bajos salarios, burla a las regulaciones, desigualdad, posponiendo el bienestar de millones a las hipótesis y la buena suerte siempre ubicada en el futuro de las “reformas estructurales”.
Hace unos meses, se suponía, estábamos dando pasos de gigante hacia nuestra definitiva modernización. Pero los más viejos problemas no resueltos, los problemas pospuestos siempre -violencia, pobreza y desigualdad- nos precipitaron a las ruinas de un futuro que no llegó.
Firman, por el Instituto de Estudios para la Transición Democrática:
Ricardo Becerra, Raúl Trejo Delarbre, José Woldenberg, Adolfo Sánchez Rebolledo, Rolando Cordera, Enrique Florescano, Enrique Provencio, Fernando Escalante, Mauricio Merino, Pedro Salazar, Sergio López Ayllón, Blanca Guerra, Marta Lamas, Patricia Mercado, María Marván, Salomon Chertorivski, Julia Carabias, Leonardo Valdés Zurita, Jacqueline Peschard, Jaime Ros, Ariel Rodriguez Kuri, Rosa Elena Montes de Oca, Hortensia Santiago, Luz Elena González, Luis Emilio Giménez Cacho, Antonio Avila, Natalia Saltalamacchia, Arturo Balderas, Adrián Acosta, Patricia Ortega, Jorge Javier Romero, Mariano Sánchez, Jorge Delvalle, Paula Sofía, Guadalupe Salmorán, Carlos Garza, Javier Reyes, Gustavo Gordillo de Anda, Jesús Galindo, Leonardo Lomelí, Christian García, Antonio Azuela, Paula Ramírez, Elsa Cadena, Federico Novelo, Maite Azuela, Clemente Ruíz Durán, Alfredo Popoca, Mariana Cordera, Enrique Contreras, César Hernández, Anamari Gomís, Rosaura Cadena, Fernando Arruti, Alejandra Betanzo, Virginia Pérez Cota, Rollin Kent, David Pantoja, María de los Angeles Pensado, Paloma Mora, María Cruz Mora, Guillermo Ejea, Blanca Acedo, Carolina Farías, Carlos Martínez, Rosa Rojas Paredes, Alejandra Zenzez, René Torres-Ruiz, Patricia Pensado, Manuel Vargas Mena, Jaime Trejo, Antonio Franco, Margarita Flores, Fabián González, Fabiola Navarro, Carlos Sánchez Mendoza, Jorge Bustillos Roqueñi, Miguel López, David Bernal, Juan Adolfo Montiel, José Martín Reyes, Agustín Castilla, Paul González, Enrique Contreras, Luis Salgado, Esperanza Carrasco, Javier Gil, Gabriela Becerra, Luis Olvera y Germán González-Dávila.
Fuente: http://www.ietd.org.mx/mexico-las-ruinas-del-futuro/
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