Un mes después de que un juez militar dictara auto de formal prisión
contra siete soldados mexicanos por su participación en la matanza de
Tlatlaya, en la que fallecieron tiroteados 22 supuestos
narcotraficantes, un juzgado civil federal ha asumido el caso.
El Juzgado Cuarto de Distrito en Materia de Procesos Penales
Federales en el Estado de México notificó que el pasado 31 de octubre,
alrededor de la medianoche, se tuvo por cumplida la orden de aprehensión
librada contra los siete militares. A todos ellos se les imputa su
presunta responsabilidad en el delito de ejercicio indebido del servicio
público, pero a tres se les acusa también de abuso de autoridad,
homicidio de ocho personas y alteración ilícita del escenario del crimen
y a uno más de encubrimiento, por no haber tratado de impedir el
delito.
En la madrugada del pasado 30 de junio, 22 supuestos narcos fallecieron
a manos de un batallón del Ejército en lo que la versión oficial
calificó como un enfrentamiento. Según este relato, los soldados se
habrían topado por casualidad con una bodega custodiada por personal
armado que al verlos, comenzó a disparar. El fuego cruzado habría tenido
lugar en la comunidad de San Pedro de Limón, del sureño municipio de
Tlatlaya (Estado de México), un lugar recóndito sobre el que nunca se
explicó por qué estaban los militares allí. El Ejército se limitó a
informar en un escueto comunicado de las bajas, sin tan siquiera dar
identidades, y su actuación fue celebrada por las autoridades estatales.
A mediados del mes de septiembre, una superviviente de la masacre ofreció a la revista Esquire
un testimonio muy distinto. La mujer, madre de una adolescente
fallecida aquella noche, contó que primero hubo un enfrentamiento corto
en el que cayó uno de ellos y que, tras la entrega de armas, comenzaron
los interrogatorios a los detenidos: “Ellos [los soldados] decían que se
rindieran, y los muchachos pedían que les perdonaran la vida (…). Todos
se salieron y se rindieron (…) Entonces les preguntaron cómo se
llamaban, y los herían, no los mataban. Yo decía que no lo hicieran, que
no lo hicieran, y ellos decían ‘esos perros no merecen vivir’ (…) Luego
los paraban así en hilera y los mataban (…) Se escuchaban los quejidos,
los lamentos”, relataba en algunos fragmentos de la entrevista.
Con la publicación de las declaraciones de la testigo el caso dio un
giro de 180 grados. Organizaciones de derechos humanos exigieron el
esclarecimiento de los hechos y hasta Washington recordó al Gobierno mexicano
la necesidad de una investigación “fáctica y creíble”. El asunto se
había convertido en un problema de primer nivel para el presidente de la
República, Enrique Peña Nieto, quien inmediatamente ordenó que las
pesquisas fueran asumidas por la PGR. La fiscalía enseguida acusó
formalmente de homicidio calificado a tres militares y a otro más por
encubrimiento, sosteniendo que al menos ocho civiles fueron rematados
“sin justificación alguna”, dijo el procurador, por el Ejército.
Hace apenas diez días, la Comisión Nacional de Derechos Humanos resolvió en un informe que ocho militares mataron a sangre fría a 15 civiles,
entre los que se encontraban dos adolescentes, que se habrían rendido
después de un enfrentamiento armado en el que murieron otros siete. Los
resultados de la investigación de la CNDH confirmarían la actuación
abusiva del Ejército, sin embargo, las sombras y el baile de datos en
torno al caso todavía son muchas. Esta masacre, junto con la de Iguala,
donde el pasado 26 de septiembre fallecieron seis personas y
desaparecieron 43 estudiantes tras un choque con la policía municipal,
evidencian la crisis de impunidad en un país que durante meses y a golpe
de reformas se esforzó por borrar de sus titulares la sangre del narco.
Leído en http://internacional.elpais.com/internacional/2014/11/02/actualidad/1414968680_287591.html
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