MÉXICO, D.F. (Proceso).- En el prefacio de Los hundidos y
los salvados, Primo Levi –citando a Simon Wiesenthal– recuerda las
advertencias que los soldados de las SS dirigían a los prisioneros: “De
cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra ustedes la
habremos ganado; ninguno de ustedes quedará para contarlo, pero incluso
si alguno (…) lograra escapar, el mundo no lo creería (…) la gente dirá
que los hechos que cuentan son demasiado monstruosos para ser creídos
(…)”.
La advertencia, que podía
ser dicha por los asesinos que desde hace más de ocho años no dejan de
comportarse en nuestro país como las SS, tiene muchas y espantosas
aristas. Primero, contaba con el respaldo de los hornos crematorios,
donde las huellas del paso de un ser humano por la tierra quedaban
borradas. Nuestros criminales, que no están tecnificados, usan diésel,
llantas o ácido. No hay manera de constatar la existencia de la víctima;
luego entonces, no hay manera de demostrar el horror –allí está la PGR
entrampada con Ayotzinapa.
Segundo, esa misma advertencia aflora en los sueños
nocturnos de muchas víctimas. Al igual que lo narra Levi, he escuchado a
varias de ellas recordar un sueño recurrente –yo también lo padezco–
que, con variaciones de formas y detalles, tiene un leitmotiv: estar en
un lugar donde narramos nuestros sufrimientos y no somos escuchados,
como si estuviéramos atrapados en una espantosa soledad.
Tercero, esa advertencia y esos sueños son reales. Al
igual que una buena parte de la gente en la Alemania nazi sabía lo que
sucedía y volvió el rostro hacia otra parte, en México también hemos
hecho lo mismo. Durante los primeros cuatro años del gobierno de
Calderón vimos cabezas cercenadas y cuerpos desmembrados; escuchamos
narraciones de desaparecidos que fueron desintegrados en ácido, vimos
fosas clandestinas con migrantes asesinados brutalmente, y no hicimos
nada. Muy pocos lo denunciamos. La mayoría no lo creyó, o si lo creyó,
el horror estaba lejos. Esas cosas le sucedían a otros: a los criminales
y a la gente que andaba en malos pasos, un asunto lejano e increíble
como una de esas películas de terror o policiacas con las que nos
atosigan cada día las televisoras.
Fue la masacre de siete muchachos, el 28 de marzo de 2011
en Morelos, la que por un momento sacudió las conciencias. Durante dos
años visibilizamos lo que pocos creían. Las víctimas, criminalizadas, no
escuchadas, sometidas a la soledad, dieron su testimonio en los
templetes, en los periódicos, en los noticiarios. Parecía que, por fin,
nos escuchaban y nos creían. Parecía que, por fin, encontraríamos, en
diálogos y pactos, la ruta de la justicia y de la paz. No fue así, por
desgracia. Muy pocos, fuera de algunas víctimas y de algunos hombres y
mujeres valientes, son capaces de soportar mantenerse de cara al horror
para no perder el rumbo, no volver el rostro a otra parte y enfrentar lo
increíble.
Así, con la llegada de la elecciones de 2012, la
incredulidad volvió a instalarse en el país. La discusión sobre el
fraude electoral y las reformas estructurales, y la perversa política de
los nuevos gobiernos de borrar la realidad, instalaron en la gran
mayoría un silencio que derivó en las masacres de Tlatlaya y de
Ayotzinapa. Durante dos años muchos decidieron olvidar, quisieron creer
que el horror había dejado de suceder o disminuía a grandes pasos, que
Michoacán era sólo un asunto local, un remanente de lo increíble, que
había que negar la existencia de cosas que no debían existir, y, sin
embargo, las masacres, las increíbles atrocidades, seguían sucediendo,
bajo el silencio de muchos y la vileza de los gobiernos y de los
partidos, en pequeñas dosis por todo el territorio. Durante dos años ese
silencio y esa vileza se convirtieron nuevamente en hábitos sin los
cuales no se habría llegado a Ayotzinapa y México sería distinto.
Hoy ese horror inocultable –esa punta del iceberg bajo la
cual hay un inmenso bloque de hielo que día con día crece con la
complicidad del Estado y que está hecho de desapariciones, asesinatos,
secuestros, extorsiones, corrupciones, rostros desollados, cuerpos
violados, desmembrados y consumidos bajo el humo del diésel o del ácido–
nos ha vuelto a despertar, a sacudir la desmemoria y a movilizarnos de
nuevo.
¿Seremos capaces esta vez de no bajar la guardia, de no
olvidar, de no dejarnos entrampar por las elecciones y sus falsas
ilusiones, de no hacer de Ayotzinapa y Tlatlaya casos aislados como
quiere la vileza del gobierno? ¿Seremos capaces de asumir que tenemos
que transformar de raíz el Estado, construir la democracia en su sentido
real: el gobierno de la gente y no de las partidocracias, y crear
formas de gobernarnos distintas? ¿Seremos capaces de no sucumbir a la
violencia y mantenernos en la inventiva de la no-violencia y de la
resistencia civil?
Si no lo hacemos y volvemos a aceptar la advertencia de
los nazis –que es la misma del gobierno y de los criminales: no les
crean a la víctimas–, si olvidamos a los padres de los normalistas como
olvidamos a las víctimas que en 2011 y 2012 visibilizamos, y a los que
desaparecieron o asesinaron en los últimos dos años, habremos
convalidado el crimen y aceptado que México se convierta en un gran
rastro humano y en un campo de concentración al aire libre.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San
Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus
autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos
políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a
gobernadores y funcionarios criminales, y boicotear las elecciones.
Leído en http://www.proceso.com.mx/?p=389451
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