Desde hace siete semanas, el presidente Enrique Peña Nieto carga en la espalda con 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en Iguala, que era gobernado por el PRD, con un alcalde apoyado por el gobernador Ángel Heladio Aguirre, y respaldado políticamente por la dirigencia del PRD, encabezada por Carlos Navarrete. Un crimen cometido en un municipio controlado por la oposición se convirtió en nacional, y una responsabilidad acotada se transfirió al presidente.
En este espacio se han explorado las razones por las que Iguala se convirtió en la gangrena del presidente, cuya enfermedad podría empezar a sanar si cerrara el caso jurídicamente, que por alguna razón desconocida, no lo hace.
Cerrar no es dar carpetazo. Cerrar es presentar en forma oficial lo que se ha dicho extraoficialmente: lo que sucedió la noche del 26 de septiembre y la madrugada del 27 en Iguala, está resuelto en términos jurídicos. Falta concluir el caso penal, acusar de asesinato al ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y a su esposa María de los Ángeles Pineda Villa, y detener a su cómplice, el ex secretario de Seguridad Pública de Iguala, Felipe Flores. Pero también, determinar la responsabilidad penal, por omisión al menos, de Aguirre y el ex líder del PRD, Jesús Zambrano, quien encumbró al alcalde pese a sus antecedentes criminales.
Desde la primera semana que se dieron los hechos, el ex fiscal de Guerrero, Iñaqui Blanco, resolvió el crimen, de acuerdo con el reporte que entregó a la PGR, cuando atrajo el caso. La investigación establecía a los asesinos materiales de 46 normalistas–tres de ellos murieron la misma noche en que desaparecieron sus otros 43 compañeros-, y el móvil del asesinato colectivo. La PGR retomó la investigación y la profundizó.
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Los resultados de la PGR los dio a conocer el procurador general Jesús Murillo Karam el 7 de noviembre, al informar que las investigaciones apuntaban al asesinato de “un amplio número de personas”, donde había “indicios” de que se trataba de los normalistas. Con información de diferentes testigos, la PGR y la Fiscalía de Guerrero llegaron a una fosa clandestina en Iguala que identificaron como el sitio donde fueron asesinados. De esa fosa la PGR obtuvo cenizas que envió a un laboratorio en Innsbruck para verificar si pertenecían a los normalistas.
Funcionarios federales anticiparon que la información preliminar con la que se cuenta es que difícilmente vendrán resultados positivos de Innsbruck. No tienen expectativa alguna de encontrar cuerpos, o que esas cenizas pertenezcan a algunos normalistas, porque la noche del 26 de septiembre, cayó un diluvio en la zona donde se encontraba la fosa clandestina, por lo que es posible arrastrara sus restos a los ríos.
El no tener los cuerpos no significa que el caso esté jurídicamente inconcluso. Murillo Karam tiene a los autores intelectuales, a los materiales –confesos-, el móvil –ratificó lo encontrado por la Fiscalía de Guerrero-, y ha consignado, hasta la fecha, a 75 personas, entre ellas 36 policías municipales y 17 miembros de la banda Guerreros Unidos. Es decir, el caso está técnicamente cerrado. Sin embargo, lo mantiene abierto.
El procurador general no ha querido cerrarlo y asumir los costos que esto le representaría a él y al gobierno. Pero tiene que hacerlo y decir cosas que a muchos, sobretodo a los familiares de los normalistas, no les va a gustar: que no podrán entregar cuerpos para que los velen y entierren. Las críticas y los gritos de “¡vivos se los llevaron! ¡vivos los queremos!”, no se detendrán. Para esto, el presidente debería de nombrar a un fiscal para el caso de los normalistas desaparecidos, y liberar al procurador de esta tarea. Murillo Karam tiene que regresar a cumplir con todas sus obligaciones, que no se reducen a Ayotzinapa, y dejar que un fiscal que trabaje con el Ministerio Público Federal mantenga la investigación, con lo que el presidente enviaría el mensaje a los familiares de las víctimas que el Estado no se olvidará de ellos.
Lo que no puede permitirse el presidente, es que lo que sucedió en Iguala siga consumiéndolo como si fuera el autor intelectual y material de un crimen donde la gran carga que tiene encima, es haber entrado tardíamente al caso. No hay que equivocarse. Quienes más interesados están en transferir todos los pecados al presidente, están perfectamente localizados en la geometría del poder. O son activistas vinculados al líder de Morena, Andrés Manuel López Obrador, o es la dirigencia del PRD. En ambos casos, en el ataque al presidente esconden sus propias competencias en lo que condujo al crimen. Igualmente, quienes piden la renuncia de Peña Nieto a la Presidencia, sobretodo aquellos que espontánea o ingenuamente lo hacen sin tener una agenda específica detrás, contribuyen a que los verdaderos culpables políticos de ese crimen, queden impunes.
No hay que confundirse en pasiones mal encauzadas. Pero estas siguen estando alimentadas ante la ausencia de un cierre jurídico del crimen. Hacerlo llevará al presidente y al gobierno a otra dinámica, que tampoco será fácil de remontar, pero irá colocando cada uno de los problemas que se viven desde hace dos meses, en su lugar correspondiente. De otra manera, seguirá cargando a los 43 normalistas y enfrentando en debilidad creciente, a todos los grupos políticos y económicos que detrás de una causa justa, quieren derrocarlo.
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