miércoles, 17 de diciembre de 2014

Jorge F Hernández - Cuestión de principios

El viejo proverbio dice que “A explicación no pedida, culpabilidad manifiesta”, aunque algunos prefieren interpretar que el resultado sería “acusación manifiesta”. El dicho se refiere al necio afán de quienes —descubiertos en falta— apuran una justificación instantánea, no solicitada, para intentar paliar sus faltas y por estos días parece aparecer en cada esquina, toda sobremesa y cada vez que se intenta la difícil digestión de la realidad mexicana.










Ante el oprobioso escandalito de la casita blanca de la primera dama de México se filtra como neblina la insistente aclaración de que la señora no tenía obligación alguna de informar sobre la compra de dicha propiedad, ni los vericuetos de su financiamiento y, menos aún, si todo el rollo es legal ¿por qué entonces apresurarse a venderla? Ya ni preguntar cómo se puede amueblar un palacio sin considerar la posibilidad de un librero o forrar de lujos una casa que ha de existir precisamente deshabitada sin posibilidad alguna de convertirse en eso que llaman hogar.
Lo que contribuye al hartazgo y desahucio es que ahora se nos informa, en necio afán de explicaciones no pedidas, un revelador afán de políticos, politicastros, poderosos y potentados por compartir públicamente las declaraciones patrimoniales, cuentas bancarias, tarjetas de crédito, propiedades caprichosas y pequeños lujos ganados con el respectivo mas no respetable sudor de sus curriculums o trayectorias profesionales. Se nos informa que un funcionario posee un cuadro de Dalí y otro un Picasso firmado; que fulano tiene 110 automóviles y que zutano es dueño de terrenos cuya superficie total equivale a 2 millones 224,625 metros cuadrados (la mitad del bosque de Chapultepec de la Ciudad de México o poco más de doscientos Parques de El Retiro en Madrid), mientras que otro humilde servidor público declara poseer un departamento anónimo de tan solo 12 metros cuadrados y otro genio de la política asegura ser propietario de una casita con valor inferior a un peso mexicano.

La lista —que ni como burla navideña se perdona— incluye la revelación de que hay un secretario de Estado que posee una flotilla de más de 100 taxis que circulan en varias ciudades y otro que no niega su afición por los relojes de lujo a granel sin precisar si él mismo les da cuerda, si los tiene sincronizados con horarios locales o si prefiere lleva la hora de Disneylandia o París cada vez que elige el que usará en sus giras de trabajo.

Todo es una cuestión de principios: en lo que parece el peor guion posible para un gobierno de telenovela —cuya tragicomedia se encuentra estancada entre la realidad sangrienta y la utopía que intentan proyectar en vídeos oficiales por encargo— a ninguno de los involucrados que apuran sin petición alguna sus erráticas explicaciones se le ha ocurrido suponer que es una imprudente revelación de principios tergiversados justificar compadrazgos, explicar la compra de casas al mismo consorcio que resultó involucrado en la casita blanca de la Primera Dama, asociados con inversionistas chinos… bla, bla, bla, el tren bala a Querétaro… bla, bla, bla, la impostergable presencia del presidente en China y la reunión del G-20… los campos de amapola de la sierra de Guerrero, bla, bla, bla… el cuento chino que nadie descifra y que todos cantan por debajo de tanta mentira y enredo.

Se me ocurre suponer que en verdad se trata de una cuestión de principios que nada tienen que ver con la verdad o con la realidad: lo que proyecta la hipocresía y el engreído afán de quienes se sienten inmunes, intocables y dueños de la razón es un absoluto desprecio no solo por la inmensa mayoría de ciudadanos que pagan sus impuestos, desvelan horarios y transpiran esfuerzos todos los días, sino un auténtico desprecio por el concepto mismo de país. Lo que es México para quienes solo se peinan con gomina y anudan ridículas corbatas anchas nada tiene que ver con el subsuelo de sufrimientos, el piso de los magros ingresos, la tierra apenas cultivable y el hipnotismo insistente de la amnesia, ignorancia y desamparo que padecemos quienes vivimos en la sombra, y en un silencio que cada día se rompe más y más en justificados reclamos por una mínima justicia.

Me sé el nombre, apellidos, direcciones, números telefónicos y demás señas del delincuente que me ha robado, del enfermo que intervino mi cuenta de correo electrónico, del innombrable que pinchó la línea telefónica de mi casa y husmeó electrónicamente las conversaciones del móvil. Incluso, encaré a un individuo que había sido contratado para verificar mis aburridos horarios y mis recurrentes paseos por librerías, cafés y anónimos grupos de antiguos borrachos. Sin embargo, por una cuestión de principios (que incluyen absoluto escepticismo ante la viabilidad de una denuncia, la total desconfianza ante cualesquiera de los jueces o abogados que podrían tomar cartas en el asunto, la clara apatía de todos los días y la incurable apatía con la que prefiero intentar dormir a deshoras) no pienso hacer nada al respecto, porque en realidad ni vale la pena o las penas y no hablaba del tema hasta este renglón en el que intento explicar que —ante el descaro de la corrupción, el imperio de la mentira, la propensión estúpida al simulacro, el trastocamiento de eso que llaman valores, y la necia enfermedad de quienes fardan sus capitales, traspasan sus propiedades a su propia madre como prestanombres, disfrazan sus finanzas con arquetipos colaterales y demás artimañas funcionales— aún tenemos una no tan callada minoría absorta ante los abusos, asombrada ante el descaro y harta ante los desplantes, sonrisas, fiestas y demás parabienes que fardan todos esos que creen tener siempre la razón en todo, todos aquellos que presumen campeonatos amañados o planes y proyectos imposibles. Hablo de todos aquellos que, ante la culpabilidad manifiesta, se defienden a la fuerza y con todos los medios maquillados a su alrededor, murmurando que son solo acusaciones manifiestas lo que en verdad no es más que una cuestión etimológica: hablo de todos esos enemigos del alma que solo provocan el cuestionamiento de sus supuestos principios.


Jorge F. Hernández es escritor.



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