Italo Calvino ( 1923 - 1985 ) |
La geografía de las hadas
El
primer atributo es la liviandad. Pequeños de estatura con cuerpos de
«naturaleza análoga a la de una nube condensada» o «de aire coagulado»,
en una palabra, de una materia tan sutil y tenue que para nutrirse les
basta cualquier líquido que penetre por sus poros como en las esponjas, o
bien semillas que disputan a las cornejas y a los ratones. Viven bajo
tierra, en montículos perforados de galerías y grietas, pero a veces se
elevan y vuelan a media altura. Su apariencia y quizá su presencia misma
es discontinua: sólo quien esté dotado de visión segunda puede
percibirlos, y siempre por breves instantes porque aparecen y
desaparecen. Sus moradas subterráneas están iluminadas por lámparas
perpetuas, que brillan sin combustible alguno; hay quien dice que de sus
propias personas emana una luz verdosa. Tienen vidas mucho más largas
que las humanas, pero son también mortales: en cierto momento, sin
enfermarse ni sufrir, se enrarecen y se esfuman…
El
trabajo no les es desconocido, si es cierto que cerca de sus moradas se
oye martillar y se siente «hornear». Sus mujeres tejen y cosen, según
unos, «extrañas telarañas», según otros, «arco iris impalpables», y
otros, vestidos semejantes a los nuestros. Pero aun en nuestras cocinas,
a veces, mientras dormimos, reordenan serviciales los platos y ponen
todo en su lugar. Las relaciones con los seres humanos consisten en
estos pequeños servicios pero también en trastadas y pequeños hurtos, o
arrojan piedras a veces grandes, pero que no hacen daño. Más grave es el
rapto de niños o de nodrizas (adoran la leche) que permanecen con ellos
cierto tiempo bajo tierra mientras arriba sus personas son sustituidas
por dobles o apariencias larvales.
Tienen
inclusive relaciones sexuales con los humanos, especialmente sus
hembras, pero en el plano de un juego lascivo y ligero, como en los
sueños, sin pasión ni drama.
No
son ajenos a la guerra y a la credulidad, pero todo queda entre ellos y
poco es lo que nos hacen saber. Hablan las lenguas humanas de los
lugares donde viven, pero «como en un silbido fino». «Se diría que
poseen muchos libros de cuentos encantadores, pero el efecto de tales
lecturas se manifiesta solamente con accesos de alegría extraña.» Tienen
momentos de exaltación y de desasosiego, pero su estado más frecuente
es la melancolía, debido quizá a su naturaleza incierta. Este es el
«pueblo menudo» de los Siths, al que está dedicado un libro publicado
por Adelphi (Robert Kirk, Il regazo segreto; edición cuidada por Mario
M. Rossi, cuyo ensayo Il cappellano delle fate completa el volumen).
Siths es el nombre que se daba en Escocia a los que en Inglaterra se
denominan fairies (no existe en italiano una palabra equivalente porque
«las hadas» son sólo femeninas, mientras que fairy es tanto femenina
como masculina) y en el mundo germánico «elfos» o, con ciertas
diferencias específicas, duendes o gobelins, y toda variedad de enanos y
gnomos (a menudo relacionados con las minas y los tesoros escondidos),
incluidos aquí los hobbits de Tolkien.
El
mundo sobrenatural de los pueblos celtas es hormigueante e intrincado y
multiforme, difícil de ordenar. O tal vez vemos más ordenado el mundo
mediterráneo de faunos, ninfas, dríadas y amadríadas solamente porque
las profusas mitologías locales han sido pasadas por el tamiz de la
sistematicidad jerárquica y homologadora de la cultura griega y latina.
El poder de transfiguración poética del imaginario nórdico nos ha dado
Titania, Oberón, Puck, así como el poema de Spenser. Pero aun a través
de la palabra de los poetas el reinado de las hadas célticas comunica la
fuerza virgen de un mundo irreductiblemente «otro», que la literatura
no consigue domar a fondo.
También
en la Francia céltica (Bretaña y Normandía sobre todo) el «pueblo
menudo» tiene antiguas raíces, y en literatura ha dejado huellas en los
cuentos fantásticos de Nodier y en una novela de Barbey d’Aurevilly,
L’ensorcelée, donde las apariciones mágico‑telúricas que afloran en el
mundo moderno transmiten un sentimiento muy inquietante. Pero en los
verdes prados de Irlanda y en los brezales de Escocia es donde esta
genia impalpable ha alcanzado la máxima densidad de población. Si no un
censo, por lo menos una clasificación de especies y familias han
intentado para Escocia Walter Scott (en Demonology and Witchcraft) y
para Irlanda W. B. Yeats (en Irish Folktales): dos ingenios que
aplicaron al culto de las tradiciones un espíritu sistemático.
Es
diferente el caso de Robert Kirk, que a finales del Setecientos era
párroco de la iglesia presbiteriana en una aldea de los confines de los
Highlands, Aberfoyle, en Escocia, sometida poco antes a la corona
inglesa, devastada por las guerras civiles y de religión, con
poblaciones misérrimas en situación de zozobra existencial, de crisis de
identidad cultural y religiosa. Estamos en lugares y tiempos en que la
supervivencia de las antiguas creencias era fortísima, la topografía
misma estaba saturada por la presencia de las hadas, la «visión segunda»
era una experiencia común, pero también lugares y tiempos en que el
anglicanismo y el presbiterianismo libraban sus batallas con
implicaciones tanto teológicas como políticas.
El
Seiscientos es el siglo de los procesos de brujas, de los inquisidores
(tanto católícos como protestantes) que en la variedad de formas de la
supervivencia sobrenatural precristiana no ven sino la uniforme
presencia de Satán, que hay que extirpar con la hoguera. El reverendo
Kirk, con la fuerza de una profunda inocencia interior, tiene la certeza
de que es capaz de reconocer la inocencia del prójimo. Sabe que sus
feligreses que creen en las hadas y las Ven, no son ni brujas ni brujos;
ama a los pobres campesinos escoceses, conoce sus alucinaciones y la
precariedad de sus existencias; ama a las hadas, otro pueblo pobre,
quizá a punto de disolverse sin un ubi consistam ni físico ni
metafísico; sin duda él también cree en las hadas y probablemente las
ve, aunque se limite a transmitir testimonios ajenos. Con el coraje de
la inocencia, escribe un breve tratado sobre el reino de las fairies,
The Secret Commonwealth, para decir todo lo que sabe de ellas, que no es
mucho, y sobre todo para alejar toda sospecha de colusión diabólica
entre las pequeñas hadas subterráneas y quienes las ven. (Aquí al
problema de la existencia de las hadas se superpone el de la visión
segunda, la telepatía, las premoniciones, fenómenos no necesariamente
‑más aún, rara vez‑ ligados a la mediación de seres sobrenaturales.) Las
citas de las Sagradas Escrituras en las que Kirk apoya su razonamiento
son aproximativas y nunca del todo pertinentes, pero su propósito es
claro.
Quiere establecer que el «pueblo menudo» no tiene nada que ver
con el cristianismo ni tampoco con el diablo: su estatuto jurídico es el
de Adán antes de la caída, por lo tanto no se salvará ni se condenará;
un limbo neutral, ajeno a todo juicio, rodea sus pecados siempre leves,
casi infantiles, y su melancolía. El volumen publicado por Adelphi
contiene el tratadillo de Kirk, descubierto y traducido por Mario Manlio
Rossi, más un amplio ensayo de este último, que con erudición y pasión
lo sitúa en la cultura de su tiempo y explica exhaustivamente que Kirk
creía verdaderamente en la existencia de las hadas y cómo no había en
ello nada de extraño. Tres son, pues, las razones de interés del libro:
las hadas en sí, la personalidad del «capellán de las hadas» y la
personalidad de su descubridor y exégeta.
Mario
Manlio Rossi (1885‑1971), anglicista italiano que vivió muchos años en
Edimburgo, es una figura de erudito marginal y siempre a contrapelo.
Poco sé de él, pero me merece gratitud porque a través de un libro suyo
comprendí en mi juventud la grandeza de Swift. Rossi sostiene aquí
eficazmente que los procesos por brujería no eran un residuo medieval
sino un típico producto de la cultura moderna. Su ensayo es fascinante
por la riqueza del cuadro de historia de la cultura que evoca y
documenta, pero se hace leer también por el humor o el malhumor
polémicos que irrumpen en cada página, prueba de un temperamento
quisquilloso en el que se combinan la meticulosidad erudita y los
prejuicios. Las blancos de su polémica son muchos: la intolerancia tanto
presbiteriana como anglicana, la cacería de brujas y las opiniones de
todos los historiadores que se han ocupado de ellas, los cuentos
infantiles que censuran el elemento sexual siempre presente en las
narraciones populares; pero se las toma también con el empirismo, el
irrealismo, el ocultismo, el folklore y sobre todo con la ciencia, que
es su bestia negra. Salva (y aquí no dudo en concordar con él) a la
poesía, en la que «el hombre de carne y hueso y el hada tienen la misma
idéntica posición gnoseológica, la misma realidad».
Mientras
leía continuaba zumbándome en la cabeza el nombre de la aldea de Kirk:
Aberfoyle. ¿Por qué me suena familiar? Pero claro, si en ella se
desarrolla la novela de Jules Verne que prefiero: Las Indias Negras, una
historia subterránea en una vieja mina de carbón abandonada, donde se
esconden seres que parecen salidos de las págínas del reverendo Kirk:
una niña ‑ hada que nunca ha visto la luz del sol, un anciano que parece
un espectro, un pajarraco del abismo… Aquí el visionario mundo céltico
se infiltra en la apología de la ciencia del positivista Verne para
demostrar, en polémica con Mario Manlio Rossi, que la misma linfa
mitológica circula y se mezcla en la maraña inextricable de las
ideologías aparentemente contrapuestas… Para demostrar que las hadas
conocen, bajo tierra o en el cielo, más caminos de los que supone
cualquiera de nuestras filosofías…
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