La carta de la jorobada para el cerrajero
Usted
nunca ha de ver esta carta, ni yo he de verla por segunda vez porque
estoy tuberculosa, pero quiero escribirle aunque usted no lo sepa porque
si no escribo me ahogo.
Usted
no sabe quién soy, quiero decir, sí lo sabe pero no habrá caído en la
cuenta, me ha visto en la ventana cuando pasa para ir al taller. Yo me
quedo contemplándolo porque sé a la hora que usted llega y lo espero
todos los días. Nunca le habrá dado importancia a la jorobada del
primer piso de la casa amarilla, pero yo no pienso más que en usted. Sé
que tiene una amante, es aquella muchacha rubia, alta y bonita: la
envidio pero no le tengo celos porque no tengo derecho a tener nada, ni
siquiera celos. Usted me gusta porque me gusta y ya está, y me apena no
ser otra mujer, con otro cuerpo y otra hechura, para poder bajar a la
calle y hablar con usted, aunque no me diese nunca la razón, pero me
hubiera gustado conocerlo aunque sólo fuera de hablar alguna vez con
usted.
Usted
es lo único que ha aliviado mi enfermedad y le estoy agradecida sin que
usted lo sepa. Yo nunca podría tener a nadie que me quisiera como se
quiere a las personas que tienen un cuerpo bien hecho, pero tengo
derecho a querer sin que me quieran y también tengo derecho a llorar,
que eso no se le niega a nadie.
Me
hubiera gustado morir después de hablar una sola vez con usted pero
nunca tendré el coraje ni la forma de hacerlo. También me hubiera
gustado que usted supiese que yo lo quería mucho pero tengo miedo de
que si usted se enterara no le importase en absoluto, y me apena saber
que ésa es la única verdad por encima de cualquier otra cosa, que además
no voy a procurar saber.
Soy
jorobada de nacimiento y siempre se han reído de mí. Dicen que todas
las jorobadas son malas pero yo nunca le he deseado mal a nadie. Además
de esto estoy enferma y nunca tuve fuerzas, a causa de la enfermedad,
para enojarme demasiado. Tengo diecinueve años y nunca he comprendido
para qué he llegado a tener tanta edad, enferma y sin nadie que se
apiadase de mí, a no ser porque soy jorobada, que es lo de menos porque
es el alma lo que me duele y no el cuerpo, ya que la joroba no duele.
Hasta
me hubiera gustado saber cómo es su vida con su amiga porque como es
una vida que yo nunca podría tener -y ahora menos, que ni vida me
queda- me hubiera gustado saberlo todo.
Perdone
que le escriba tanto sin conocerlo, pero usted no va a leer esto y
aunque lo leyese no sabría que era para usted o, en cualquier caso, no
le iba a dar ninguna importancia, pero me gustaría que pensase que es
triste ser jorobada, vivir siempre asomada a la ventana, tener madre y
hermanas a quienes también les gusta la gente pero sin que le gustemos a
nadie, porque todo eso es natural, eso es la familia, y lo que faltaba
es que ni siquiera eso le estuviera permitido a una marioneta con los
huesos al revés como yo, que ya lo he oído decir.
Recuerdo
un día que usted venía para el taller y un gato empezó a pelearse con
un perro aquí enfrente de la ventana. Todos salimos a verlo y usted se
paró al lado de Manuel das Barbas, en la esquina del peluquero; después
miró para mí, que estaba en la ventana, y me vio reír y usted también
se rió para mí. Esa fue la única vez que usted estuvo a solas conmigo,
por decirlo de alguna manera, ya que yo nunca podría esperar eso.
Usted
no se imagina cuántas veces estuve a la espera de que ocurriese
cualquier otra cosa en la calle, cuando usted pasase, para volver a
verlo otra vez; tal vez usted mirara para mí de nuevo y yo me
encontrara con sus ojos mirando directamente a los míos.
Pero
no consigo nada de lo que quiero, nací así, y hasta tengo que subirme
encima de un banquillo para poder estar a la altura de la ventana. Me
paso todo el día viendo ilustraciones y revistas de moda que le prestan
a mi madre, pero yo siempre estoy pensando en otra cosa, tanto que
cuando me preguntan que cómo era aquella falda o quién aparecía en la
foto donde está la reina de Inglaterra, muchas veces me averguenzo de no
saberlo porque estaba imaginándome cosas que no pueden ser y que no
puedo dejar que me entren en la cabeza y me alegren, para que después,
encima, me den ganas de llorar.
Después
todos me perdonan y piensan que soy tonta, sin embargo nadie cree que
yo sea pequeña. A mí llega a no apenarme la disculpa porque así no
tengo que explicar por qué estaba distraída.
Todavía
me acuerdo de aquel día que usted pasó por aquí para ir a lo de
Domingo, iba con el traje azul claro. No era azul claro pero era de una
tela más clara que el azul oscuro que acostumbra llevar. Iba usted que
parecía el mismísimo día, que estaba lindo; yo nunca tuve tanta
envidia de la gente como aquel día. Sin embargo no tuve envidia de su
amiga, a no ser que no fuera ella con la que iba usted a acostarse sino
con otra cualquiera, porque yo no tuve ojos sino para usted, y fue por
eso que envidié a todo el mundo. No lo comprendo pero lo cierto es que
es verdad.
No
es por ser jorobada por lo que siempre estoy en la ventana, es que
además tengo una especie de reumatismo en las piernas y no me puedo
mover; y así estoy, como si fuese paralítica, lo que es una molestia
para todos aquí en casa. Usted no se imagina cómo siento que todo el
mundo tenga que soportarme y aceptarme. A veces me desespero y quisiera
poder tirarme de la ventana abajo, pero ¿qué figura tendría al caer?
Hasta el que me viese caer se reiría de mí; la ventana está tan baja
que ni siquiera podría matarme sino que sería una molestia aún mayor
para los otros. Ya me estoy viendo en la calle como una mona, con las
piernas al aire y la joroba saliéndose de la blusa, y todo el mundo
queriendo apiadarse de mí pero sintiendo repugnancia al mismo tiempo, o
riéndose si les viniera en gana, porque la gente es como es, no como
tendría que ser.
Y,
en fin, ¿por qué le estoy escribiendo esto si no le voy a mandar esta
carta? Usted que anda de un lado para otro no sabe qué duro es no ser
nadie. Me paso el día en la ventana y cuando veo a todo el mundo ir de
un lado a otro, llevar un modo de vida, disfrutar y hablar con ésta y
con aquélla, me da la impresión de que soy un vaso con una planta
marchita que dejaron aquí en la ventana para quitársela de en medio.
Usted
no se puede imaginar, porque es lindo y tiene salud, lo que es haber
nacido y no ser nadie, y ver en los periódicos lo que hacen las personas
de verdad. Unos son ministros y andan de un lado para otro visitando
todos los países, otros hacen vida de sociedad, se casan, celebran los
bautizos, y cuando están enfermos los operan los mismos médicos, otros
se van a las casas que tienen aquí y allá, unos roban y otros se
quejan, unos cometen crímenes enormes, hay artículos firmados con
nombres falsos, fotos y declaraciones de la gente que se va a comprar la
última moda al extranjero… y usted no se imagina lo que significa todo
eso para un trapo como yo, que se quedó en el parapeto de la ventana
para limpiar la marca redonda que dejan los vasos cuando la pintura está
fresca a causa del agua.
Si
usted supiese todo esto a lo mejor sería capaz de decirme adiós desde
la calle de vez en cuando, me hubiera gustado poder pedírselo porque
yo, usted ni se imagina, quizás no viva mucho más, qué poco es lo que me
queda de vida, pero me iría más feliz para allá donde se vaya si
supiese que usted a lo mejor me daba los buenos días.
Margarida
la costurera dice que habló con usted una vez, que le contestó mal
porque usted se metió con ella en la calle de aquí al lado, cuando me
lo dijo sí que sentí envidia de verdad, lo confieso porque no le
quiero mentir; sentí envidia porque cuando alguien se mete con nosotras
significa que, al menos, somos mujeres y yo no soy ni mujer ni hombre
porque nadie cree que yo sea nada, a no ser una especie de engendro que
está aquí para rellenar el hueco de la ventana y para causarle
repugnancia a todo el que me ve, válgame Dios.
El
António (es el mismo nombre que el suyo pero íqué diferencia!), el
António, el del taller de automóviles, le dijo una vez a mi padre que
todo el mundo debe producir algo, que si no no tiene derecho a vivir, que
quien no trabaja no come y que no hay derecho a que haya gente que no
trabaje. Y yo pensé: qué pinto yo en el mundo que no hago nada más que
estar sentada en la ventana mientras la gente va de un lado a otro, sin
ser paralítica y pudiendo encontrarse con las personas que quieren. Si
yo fuera como la gente normal también produciría a voluntad lo que
fuese preciso, y con mucho gusto.
Adiós
señor António, no me quedan sino días de vida y escribo esta carta
sólo para guardarla en mi pecho como si fuese una carta que usted me
hubiera escrito, en vez de habérsela escrito yo a usted. Le deseo toda
la felicidad del mundo y ojalá que nunca sepa de mí para que no se
ría, porque sé que no puedo esperar nada más. Ahí lo tiene, voy a
llorar.
Leído en http://www.nexos.com.mx/?p=8209
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