Horacio Quiroga |
Para noche de insomnio
Ningún hombre, lo repito, ha narrado con más magia las excepciones de la vida humana y de la naturaleza, los ardores de la curiosidad de la convalescencia, los fines de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del sud debilita y distiende los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no vienen del corazón; la alucinación dejando al principio lugar a la duda bien pronto convencida y razonadora como un libro, el absurdo instalándose en la inteligencia y gobernándola con una espantable lógica; la historia usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción establecida entre los nervios y el espíritu y el hombre desacordado hasta el punto de expresar el dolor por la risa.
Baudelaire
A todos nos había sorprendido la fatal noticia; y quedamos aterrados cuando un criado nos trajo -volando- detalles de su muerte. Aunque hacía mucho tiempo que notábamos en nuestro amigo señales de desequilibrio, no pensamos que nunca pudiera llegar a ese extremo. Había llevado a cabo el suicidio más espantoso sin dejarnos un recuerdo para sus amigos. Y cuando le tuvimos en nuestra presencia, volvimos el rostro, presos de una compasión horrorizada. Aquella tarde húmeda y nublada hacía que nuestra impresión fuera más fuerte. El cielo estaba lívido, y una neblina fosca cruzaba el horizonte.
Condujimos el cadáver en un carruaje, apelotonados por un horror creciente. La noche venía encima; y por la portezuela mal cerrada caía un hilo de sangre que marcaba en rojo nuestra marcha.
Iba tendido sobre nuestras piernas, y las últimas luces de aquel día amarillento daban de lleno en su rostro violado con manchas lívidas. Su cabeza se sacudía de un lado para otro. A cada golpe en el adoquinado, sus párpados se abrían y nos miraban con sus ojos vidriosos, duros y empañados.
Nuestras ropas estaban empapadas en sangre; y por las manos de los que le sostenían el cuello, se deslizaba una baba viscosa y fría que a cada sacudida brotaba de sus labios.
No sé debido a qué causa, pero creo que nunca en mi vida he sentido igual impresión. Al solo contacto de sus miembros rígidos, sentía un escalofrío en todo el cuerpo. Extrañas ideas de superstición llenaban mi cabeza. Mis ojos adquirían una fijeza hipnótica mirándolo y, en el horror de toda mi imaginación, me parecía verle abrir la boca en una mueca espantosa, clavarme la mirada y abalanzarse sobre mí, llenándome de sangre fría y coagulada.
Mis cabellos se erizaban, y no pude menos de dar un grito de angustia, convulsivo y delirante, y echarme para atrás.
En aquel momento el muerto se escapaba de nuestras rodillas y caía al fondo del carruaje cuando era completamente de noche; en la oscuridad, nos apretamos las manos, temblando de arriba a abajo, sin atrevernos a mirarnos.
Todas las viejas ideas de niño, creencias absurdas, se encarnaron en nosotros. Levantamos las piernas a los asientos, inconscientemente, llenos de horror, mientras en el fondo del carruaje, el muerto se sacudía de un lado a otro.
Poco a poco nuestras piernas comenzaron a enfriarse. Era un hielo que subía desde el fondo, que avanzaba por el cuerpo, como si la muerte fuese contagiándose en nosotros. No nos atrevíamos a movernos. De cuando en cuando nos inclinábamos hacia el fondo, y nos quedábamos mirando por largo rato en la oscuridad con los ojos espantosamente abiertos, creyendo ver al muerto que se enderezaba con su mueca de delirio riendo, mirándonos, poniendo la muerte en cada uno; riéndose, acercaba su cara a las nuestras, en la noche veíamos brillar sus ojos, y se reía, y quedábamos helados, muertos, en aquel carruaje que nos conducía por las calles mojadas...
Nos encontramos de nuevo en la sala, todos reunidos, sentados en hilera. Habían colocado el cajón en medio de la sala y no habían cambiado la ropa del muerto por estar ya muy rígidos sus miembros. Tenía la cabeza ligeramente inclinada con la boca y nariz tapadas con algodón.
Al verle de nuevo, un temblor nos sacudió todo el cuerpo y nos miramos a hurtadillas. La sala estaba llena de gente que cruzaba a cada momento, y esto nos distrajo algo. De cuando en cuando, solamente, observábamos al muerto, hinchado y verdoso, que estaba tendido en el cajón.
Al cabo de media hora, sentí que me tocaban y me di vuelta. Mis amigos estaban lívidos. Desde el lugar en que nos encontrábamos, el muerto nos miraba. Sus ojos parecían agrandados, opacos, terriblemente fijos. La fatalidad nos llevaba bajó sus miradas, sin darnos cuenta, como unidos a la muerte, al muerto que no quería dejarnos. Los cuatro nos quedamos amarillos, inmóviles ante la cara que a tres pasos estaba dirigida a nosotros, ¡siempre a nosotros!
Dieron las cuatro de la mañana y quedamos completamente solos. Instantáneamente el miedo volvió a apoderarse de nosotros.
Primero un estupor tembloroso, luego una desesperación desolada y profunda, y por fin una cobardía inconcebible a nuestras edades, un presentimiento precisó de algo espantoso que iba a pasar.
Afuera, la calle estaba llena de brumas, y el ladrido de los perros se prolongaba en un aullido lúgubre. Los que han velado a una persona y de repente se han dado cuenta de que están solos con el cadáver, excitados como estábamos nosotros, y han oído de pronto llorar a un perro, han oído gritar a una lechuza en la madrugada de una noche de muerto, solos con él, comprenderán la impresión nuestra, ya sugestionados por el miedo, y con terribles dudas a veces sobre la horrible muerte del amigó.
Quedamos solos, como he dicho; y al poco rato, un ruido sordo, como de un borboteo apresurado recorrió la sala. Salía del cajón dónde estaba el muerto, allí, a tres pasos, le veíamos bien, levantando el busto con los algodones esponjados, horriblemente lívido, mirándonos fija- mente y se enderezaba poco a poco, apoyándose en los bordes de la caja, mientras se erizaban nuestros cabellos, nuestras frentes se cubrían de sudor, mientras que el borboteo era cada vez más ruidoso, y sonó una risa extraña, extrahumana, como vomitada, estomacal y epiléptica; y nos levantamos desesperados y echamos a correr, despavoridos, locos de terror, perseguidos de cerca por las risas y los pasos de aquella espantosa resurrección.
Cuando llegué a casa, abrí el cuarto, y descorrí las sábanas, siempre huyendo, vi al muerto, tendido en la cama, amarilleado por la luz de la madrugada, muerto con mis tres amigos que estaban helados, todos tendidos en la cama, helados y muertos...
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