Victoriano Salado Álvarez 1867 - 1931 |
La nodriza
En todo el barrio era famosa la parejita, que por cierto tuvo la suerte de gustar al público que frecuentaba la calle al grado que los vecinos, los trasnochadores, y hasta los borrachos ya contaban en la acera con el obstáculo de Julio, y gustosos se apartaban para no tropezarlo en las noches de tempestad, en que las tinieblas se vuelven palpables como en las épocas genesiácas. Luego vinieron los días malos; Julio, deseoso de labrarse una posición, anduvo de acá para allá probando fortuna en el ejercicio libre de la abogacía, en el desempeño de empleos y en la gestión de bienes de testamentarías y concursos; pero la fortuna no llegaba y el anhelado matrimonio con Amparo se iba demorando para las calendas griegas.
Había otra razón para que las justas nupcias no vinieran tan pronto como los muchachos querían: don Carlos Cota, el padre de Amparo, estaba para liar el petate, y no era cosa de separar bruscamente del lado del pobre paralítico a su hija única, su compañera de sus últimos años; semejante cosa habría equivalido a una peligrosa amputación moral y no la habría sufrido el trabajado organismo de don Carlos.
Al fin murió el anciano, Julio arreglo un modesto modus vivendi y se pudo pensar en el matrimonio. Pero el novio no era ya el mocito barbiponiente que había asombrado por su constancia al barrio de la parroquia; en cabello y barba ostentaba la característica sal - pimienta que demostraba que no habían pasado sin dejarle huella las meditaciones, los estudios y los cuidados. Ella tampoco era la chica arrogante de otros tiempos; cerca de las sienes y en las comisuras de los labios, mostraba las arrugas que denuncian las noches pasadas en vela, junto al sillón paterno, los días transcurridos en espera del médico o del efecto de una droga y sobre todo los de la prolongada, la inmensa, la terrible ausencia del ser a quien amaba con alma y vida.
Cuando a los tres años de unión, Álvarez Moreno anunció oficialmente el embarazo de Amparo, aquellos bienaventurados creyeron volverse locos.
Se juntaría una mediana biblioteca si se tuviera la curiosidad de coleccionar cuanto los autores han escrito describiendo las sensaciones de los padres que aguardan el primer hijo; pero con ser tanto ese material y haber entre ellotanto tan bueno, no serviría para reseñar lo que pensaron, dijeron y obraron los señores Díaz.
Ni el hijo de Vanderbilt con su lecho de oro macizo, ni el príncipe Felipe Próspero a quien la sola ciudad de México daba cien mil pesos para mantillas, tuvieron nunca los primores que el futuro contingente que había de venir a ver la luz del mundo en aquel hogar burgués. Camisas, pañales, mantillas, gorros, fallas, zapatos, ropones y los mil artículos de la indumentaria mamonil, por docenas y destinados a todos los usos; bautizo, estancia en la casa, salida a la calle, tiempos de fríos y época de calor; cama de mimbre con su colchioncito de plumas; sonajero de plata y por todas partes un deroche de cintas, listones y moños que marcaba y concluía por cansar.
El parto no fue cosa llana; tres días duró la pobre Amparo entre la vida y la muerte, y sólo la intervención oportuna de Álvarez Moreno evitó complicaciones y quizá una muerte probable.
El chiquillo que vino al mundo no parecía hijo de aquellos melancólicos, que lo veían con el espanto con que deben haber visto a Micromegas los moradores de la tierra. había traído el príncipe de Asturias un apetito tan excelente, que había probabilidades de verlo convertido en un rollo de manteca en menos tiempo del que emplea cualquier niño en esa tarea constitutiva.
Ya los padres se lo figuraban riendo con un diente aislado y tierno como maiz acabado de brotar, ya creían verlo echar el paso, ya creían oirle los primeros papá y mamá, que vuelven chochos hasta a los más formales.
Amparo no se daba punto de reposo zarandeando al bebé, bañándolo, pesándolo y ocupándose hasta de las cosas más insignificantes que le concernieran. Julio solía interrumpir una cita de Parladorio o de Salgado para ir a ver qué pasaba con Carlitos (por su abuelo materno) y enterarse de si dormía, si holgaba tendido en la cama matrimonial o había tomado la purguita de mamá.
En el tribunal, en la calle, en todas partes interrumpía a los amigos:
¿Sabe que por casa tenemos un czarewitch? Y no puede usted figurarse lo vivo que es: nos distingue a la madre y a mi tn sólo por la voz,. El otro día me cogió por los anteojos y no era posible conseguir que me soltara. Es de lo más pillo y creo que a su edad no hay otro mas sano y más fuerte.
Pero a los tres o cuatro meses aquellas ilusiones cesaron: el manoncillo desmerecía a ojos vistos y se iba poniendo cacoquimio y flacucho que daba compasión verle.
Pensar en empacho de estómago o en cualquier accidente causado por descuido, era pensar en lo excusado. Creer en la presencia de algún enemigo que estuviera pendiente del organismo y nutriéndose de la misma sangre, no parecía inverosimil.
El médico vió, tanteó, palpó y auscultó al infante, examinó la leche de la madre y concluyó por declarar que el niño se moría de hambre.
Ese día entró la desolación en la casa. Amparo se horripilaba de pensar en que su hijo sería criado por alguna perdida y se propuso todo antes que consentir esa abominación. Pero todo inútil; el bendito infante se resistía lo mismo a los atoles de todas las férulas que a la leche esterilizada, a la fosfatina y a la harina láctea.
Cuando la madre lo cogía en los brazos y le arrimaba el biberón a la boca, el pícaro czarewitch gritaba, se debatía y con resolución que demostraba un gran carácter en ciernes, escupía en menudas gotitas las que de líquido le quedaban entre los labios.
Pensaron Amparo y Julio en cabras y burras; pero con el mismo resultado. El pobre jurisconsulto salía en medio de lluvia y granizo, a ordeñar a las bestias a fin de dar su colación nocturna al infante; y dice quien lo sabe que valía la pena de dar cualquier cosa por haber visto ataviado con gorro de dormir, zapatillas e impermeable, con una palmatoria en la mano derecha y el ronzal del asna en la izquierda, al Licenciado don Julio Díaz, que a los estrados se presentaba flamante e impecable, luciendo la levita más bien tallada que cortó sastre alguno.
Pero aquello no podía durar, y los buenos deseos de los cónyuges eran impotentes para vencer la resistencia del trragoncillo. Amparo lloraba, se consumía y al fin pensó formalmente en la maldita nodriza.
Una tarde, la pobre madre contemplaba la calle desde su ventana, cuando vió pasar una mujer acompañada de cuatro chiquillos astrosos y desarrapados, como si por capricho los hubiera vestido con arambeles a cuál de más corto y más sucio.
Amparo le dirigió la pregunta que dirigía a todas las gentes que pasaban: Señora, ¿no sabe de alguna buena nodriza?
- Pos quizá yo le sirva, niña, contestó la tarasca.
Más tardó en decirlo que en encontrarse dentro de la casa.
Llevaron a Carlitos y sacó la prójima a relucir un pellejo negro y flácido rematado por un botón de ébano puro que colocó en la boca del niño. Al ver la teta el crío agitó las manos y al sentirla comenzó a succionar con los bezos chiquitines con fuerza tal, que se le desparramaba por la carilla y corría por la camisola de moños rosas un líquido espeso, azucarado, sabroso que primero hacía poner al niño los ojos en blanco, luego lo obligaba a detenerse y por último lo dormía con sueño blando y reposado.
Amparo creyó que la fortuna se le había metido por las puertas. Dejó al niño en la cuna y luego salió para ajustar a la nana. No se necesitaba ser un Metternich para comprender que en el debate que se entabló para saber el precio de los servicios de Gabina (así se llamaba el ama) debía la balanza inclinarse de lado suyo. Doce pesos mensuales, tres vestidos de percal con su ropa blanca al canto, dos pares de zapatos y unas arracadas fueron el precio de su alquiler. Los poblres izcuintles tuvieron cada uno su vestidillo, un sombrero galoneado el marido y tres pesos la suegra.
El mismo día que la Gabina entró en la modesta vivienda, entró por ella la plaga más terrible.
No había capricho costoso, antojillo dificil de cumplirse, cosa rara o extravagante que la Gabina no codiciara y obtuviera. Caminar con el niño hasta el pueblo en que vivía la familia de la hembra, hacerlo probar las cosas más raras y de más laboriosa digestión -a él, criado con un mimo y un regalo de que apenas habrá ejemplo-, traerlo desnudo, sucio y hecho una compasión, eran cosas frecuentísimas. Pero ocasiones había en que le llamaban la atención la falda de la señora o alguna alhajilla, y ya estaba pidiéndolas mediante figuras directas u oblicuas que daba terror oirla: Niña, sus naguas de seda lila ya no sirven ¿cuando me las da? o ¿cuándo tendré yo para comprarme un anillito como el de la señora? o, ¡cuánto me gusta el rebozo chino de la niña Amparo!; si yo tuviera mercaba uno. Y la maldita estaba segura de que rebozo, falda y anillo pararían en su poder a más andar, como en realidad sucedía.
Cerveza cara, oatmeal, vino y comida sustanciosa eran su diario mantenimiento; y así al par que el niño renacía rápidamente y ostentaba colores de vida, la ranchera iba ensanchando los mofletes, engordando el talle y adquiriendo esa beatitud que da la vida holgada y sin cuidados.
Una mañana la pobre Amparo pensó que se le caía encima la casa: del rancho de Buenavista habían llegado nuevas de una inundación que había barrido todas las chozas de la cuadrila y que se habían ahogado a la hora del suceso o habían sido arrastrados por la corriente, el marido, la madre y los hijos de Gabina.
En procurarse tila, éter y azahar pasó Amparo toda la mañana; al fin se decidió a dar la noticia con reticencias, con vaguedades y con distingos, apuntando los consuelos, alimentando las esperanzas y haciendo comprender a la prójima que allí tenía una familia que la abrigara. Gabina derramó alguna lagrimilla que se limpió con la punta del delantal randado, dijo que a quien sentía era a su mamá y al chiquito; pero que si Dios se los llevaba, su Divina Majestad sabía lo que hacía; y cuando la señora, con voz de espanto le dijo: Pero, por Dios, Gabina, no hay que darle el pecho a mi hijo, contestó la descastada: Ah que niña, ¿pos que cree que no se me ha pasado el susto? Pos la mera verdad, ¿quiere que le diga?, me alegro, porque así no tendré que darle a naiden nada de mi sueldo.
El mismo día Amparo y Julio determinaron empezar a enseñar al niño a comer solo; no fuera a sacar las perras entrañas y el corazón pedernalino de su nana -y más querían verlo muerto que celebrando la muerte de un ser humano.
21 de agosto de 1900
Leído en http://elcuentodesdemexico.com.mx/la-nodriza
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