Hace seis meses, a raíz de una conversación –siempre ilustrativa– con Denise Maerker, sugerí que ante la entonces incipiente crisis del gobierno de Enrique Peña Nieto, uno de los instrumentos consagrados para coyunturas de esa índole consistía en un “remaniement ministeriel”. Versión “mamila” de un cambio de gabinete, pero cuya prepotencia francófona encerraba una verdad. Se trata de una figura propia de los sistemas parlamentarios, donde el gabinete es también gobierno, a diferencia de los presidenciales, donde el jefe de Gobierno y de Estado es el mismo.
Huelga decir que EPN no me hizo el menor caso, como debe ser. La comentocracia está para comentar, el Gobierno para gobernar, y “never the twain shall meet”. Pero algunas de las objeciones de comentaristas escépticos quizás pecaban de insularidad. Alegaban que eso sólo sucede en los regímenes presidenciales, justamente, y sólo en crisis mayúsculas, cuando se encuentra el Gobierno a punto de caer, que no era, ni es, el caso de México.
Aquí viene a colación el caso de Chile: un país con instituciones tan robustas como las nuestras, con una Presidencia tan fuerte como la nuestra, y con una oposición radicada en los medios y en la sociedad civil –no en el Congreso o los partidos– de una manera muy parecida a la nuestra. Michele Bachelet fue reelecta en 2014 a un segundo mandato con 62% del voto en segunda vuelta, 25 puntos más que EPN en 2012. Impulsó en un sus primeros meses una reforma fiscal equivalente a 3-4% del PIB (entre el doble o el triple de la de EPN), una reforma educativa de verdadero gran calado –sin meter a nadie a la cárcel– y comenzó a promover una reforma constitucional en materia político-electoral de mucho mayor envergadura que la nuestra –debido a la herencia pinochetista– y alcanzó niveles de popularidad elevadísimos, tomando en cuenta la escasa popularidad de dichas reformas.
Pero todo se fue al traste debido a un escándalo de... corrupción. Su hijo, su nuera, su ministro del Interior –sin pruebas– y la clase política chilena fueron todos vistos por la sociedad, de repente, como un estamento descaradamente venal. Las sumas no alcanzan para un desayuno de contratistas en México, pero para una vieja colonia pobre de la corona española, los magros millones de dólares involucrados bastaron para generar una crisis de gran magnitud.
¿Qué tan grande? Según el sapo, la pedrada. Bachelet comenzó por reconocer, a regañadientes, que erró al no reaccionar con rapidez. Luego pidió, en televisión nacional –en una entrevista con Don Francisco– la renuncia de su gabinete.
Algunos integrantes del mismo fueron ratificados –entre ellos mi querido amigo Heraldo Muñoz– otros no. Pero entendió. Como escribió Rafael Gumucio en “El País”: “Los chilenos empezaron a pedirle que se portara como presidente, y no como madre”. Adelantó el debate sobre la reforma constitucional, y sobre todo, acusó recibo de la gravedad de su situación. ¿Tan distinta a la de México?
Leído en http://www.zocalo.com.mx/seccion/opinion-articulo/chileen-mexico-1431329007
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