En todas partes, en todas las transacciones. La corrupción acendrada, la corrupción arraigada, la corrupción corrosiva. Allí, presente en la recolección de basura, en las gasolineras, en las plazas de maestros heredadas, en la fuga de un delincuente, en la licitación de un puente, en la exoneración de impuestos, en cada reducto de la vida cotidiana del país. Como forma de vida. Como obstáculo al crecimiento. Como detonador de la desigualdad. Y a pesar de sus consecuencias negativas, los mexicanos siguen tolerándola. Justificándola. Practicándola. Perpetuándola con la permanencia en el poder público y privado de quienes han sido sus íconos. Los impunes que ni siquiera reciben sanción social, ocupando una curul, un puesto del gabinete, una página en las revistas de sociales. México no castiga la corrupción; la normaliza.
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