La elección reciente marca dos aniversarios emblemáticos. Hace dieciocho años se rompió el gobierno unificado y se establecieron en el congreso los contrapesos institucionales que convirtieron al Ejecutivo en un poder entre poderes. En 1997 empezó la era de los gobiernos divididos. Tres años después el partido hegemónico perdió la presidencia. La alternancia en el 2000 dio símbolo al cambio que ya había sucedido. 2015, sin embargo, no ha sido año de pasteles. Nadie ha cantado a la mayoría de edad del pluralismo. A nadie se le ocurrió recordar a la quinceañera. Será porque ese régimen nos entrega muy malas cuentas. Es cierto que no deberíamos confundirlo con el previo. Sería absurdo negar las características propias de este reacomodo del poder. Pero, siendo distintos, albergando la competencia y la diversidad, ha sido incapaz de alumbrar el interés común. Ningún dato resulta tan relevante como el efecto que este nuevo régimen político ha tenido en la repartición de las cargas y los beneficios. Hoy podemos decir que el pluralismo ha sido, incluso, peor agente de distribución que la autocracia. La democracia ha resultado un régimen más débil para enfrentar a los poderes económicos. Podemos hablar, sin estridencias, de un sistema político capturado, sometido al interés de muy pocos.
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