Lo dice todo el hecho de que no haya merecido más que menciones secundarias en la prensa el hallazgo de fosas clandestinas masivas auspiciadas por varios Gobiernos estatales para quitarse de encima cientos de cadáveres no identificados. En cualquier otro país el escándalo habría provocado renuncias de funcionarios y golpes de pecho de la clase política. No en México. De infamia en infamia seguimos cayendo en el despeñadero de la insensibilidad y la barbarie. ¿Cómo llegamos hasta acá? ¿Cuándo y quién desató a los demonios que ahora andan sueltos?
Entre los muchos padres de esta calamidad me gustaría destacar dos. Uno local, otro foráneo. El primero es el fin del régimen presidencial en México que operó con relativa eficacia hasta mediados de los años 90. Lo que Vargas Llosa llamó la dictadura perfecta no sólo propició estabilidad a lo largo de la mayor parte del siglo pasado, también mantuvo a raya los poderes fácticos, incluyendo los ilegales. El régimen de partido único y el poder absoluto en manos de Los Pinos ahorró golpes militares, controló excesos de millonarios y de políticos (excepto los del mandatario en turno), y mantuvo a los cárteles de la droga en los confines de las zonas de producción y trasiego. En ese México el presidente era el árbitro universal de las querellas entre los distintos polos de poder, la última palabra en la disputa por un territorio o un sector económico.
Pero el régimen terminó siendo inoperante a medida que la globalización, la complejidad creciente de la sociedad mexicana y las exigencias de una opinión pública desbordaron las posibilidades de un tótem absoluto. El régimen abrió fisuras para evitar el derrumbamiento de toda la muralla y por allí se coló el cambio. La derrota del PRI en 2000 y el ascenso de la alternancia a la presidencia rompieron de cuajo la columna vertebral que organizaba la relación entre las élites.
En teoría el tejido de las instituciones democráticas tendría que haberse hecho cargo del relevo. Por desgracia muchas cosas fallaron. Durante los siguientes 12 años, Vicente Fox y Felipe Calderón prefirieron ser un remedo de los presidentes priistas que fortalecer a marchas forzadas las instituciones democráticas. El resultado fue un enorme vacío de poder que rápidamente fue ocupado por los poderes fácticos. Los millonarios subieron como la espuma en las listas de Forbes, los gobernadores se convirtieron en caprichosos sátrapas, los líderes sindicales en soberanos absolutos y los capos de la droga en los caciques de la pradera.
Y justo aquí entra el segundo factor. Alarmada por el descenso del precio de la cocaína en los años 90, la Administración de Bill Clinton decidió reorganizar el mercado de la droga y tomó la determinación de erradicar el tráfico por mar y aire, asumiendo que sería más fácil monitorear el ingreso por vía terrestre.
La decisión bañó en oro a los cárteles mexicanos que a partir de ese momento se hicieron cargo de la cocaína procedente de Sudamérica. Un salto cuántico en materia de ingresos. Imposible calcular el flujo económico que el trasiego proporciona al crimen organizado (se estima entre 25.000 y 40.000 millones de dólares anuales, dependiendo de la fuente), pero es evidente que estos recursos permitieron una capacidad de fuego, organización e incentivos de corrupción superiores a las de una Administración pública debilitada por una transición desafortunada.
Los dos factores se combinaron para provocar un círculo vicioso; y si añadimos a este panorama la desigualdad, la ausencia del Estado de Derecho y la corrupción endémica entendemos cómo llegamos a la tormenta perfecta que se ha instalado en nuestras vidas. No resulta fácil deshacer tormentas, pero algo ayuda intentar esclarecer la manera en que se forman.
@jorgezepedap
Leído en
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/11/11/mexico/1447277887_172129.html
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