La gira de Barack Obama por Cuba y la Argentina tal vez pase a la historia como el viaje de los derechos humanos. Muchos ven en la visita a La Habana una defección en la estrategia de los Estados Unidos para democratizar la isla. Para neutralizar esos reproches, el Departamento de Estado alargó el viaje hasta la Argentina, que está bajo el gobierno pluralista de Mauricio Macri. Pero la cuestión de los derechos humanos reaparece: Obama estará en Buenos Aires el día en que se conmemora el 40 aniversario de la última dictadura militar. Esa coincidencia, al parecer no prevista, reabrió una discusión sobre el papel que desempeñaron los Estados Unidos en el establecimiento de regímenes autoritarios en América Latina. Obama, en una declaración llamativa, tomará distancia de esos antecedentes, que se multiplicaron durante la guerra fría.
El restablecimiento de las relaciones con Cuba, del que el viaje de Obama es el capítulo más espectacular, es el resultado de una teoría: una corriente de la diplomacia norteamericana sostiene que el conflicto con los Estados Unidos ha sido un recurso de los Castro para amalgamar a la opinión pública cubana y, de ese modo, consolidar su tiranía. Por lo tanto, la mejor forma de desbaratar al régimen sería romper ese aislamiento. Por eso Obama está en la isla. Ésa es la tesis.
Contra esta visión se levantan muchas objeciones. Algunos critican que la Casa Blanca tolere en Cuba lo que abomina en Venezuela. Organizaciones como Human Rights Watch acaban de señalar que el gobierno de Castro no ha atenuado sus rasgos opresivos desde que, en diciembre de 2014, se anunció el reacercamiento. Si bien hubo una liberación de presos políticos, siguieron las detenciones de líderes opositores. En los últimos días, organizaciones disidentes denunciaron esas prácticas, destinadas a disuadir a quienes pretendían reunirse con Obama.
Con los reproches se esgrime una refutación: la prueba de que el acercamiento no garantiza la liberalización del sistema cubano se encuentra en los 700 millones de dólares de comercio internacional que registró Cuba en 2014; o en los tres millones de turistas que visitaron el país. Nada garantiza, sostienen los críticos de Obama, que el flujo de personas y dinero desde los Estados Unidos provoque un efecto distinto.
El debate no reproduce los alineamientos partidarios. Demócratas como el senador Robert Menéndez censuran al presidente, y republicanos como el ex secretario de Comercio Carlos Gutiérrez, le avalan.
La visita a La Habana tiene otra dimensión polémica: la reunión del secretario de Estado John Kerry con los guerrilleros de las FARC que negocian, con los auspicios de los Castro, el acuerdo de paz con el gobierno de Colombia. Estados Unidos mantiene a las FARC en su listado de organizaciones terroristas. La gran incógnita: el entramado Washington, La Habana, Colombia, ¿se proyectará sobre Venezuela?
Para atenuar las recriminaciones, el Departamento de Estado convirtió el viaje a Cuba en una gira latinoamericana, agregando una escala en Buenos Aires. Pero el debate sobre los derechos humanos, en vez de cerrarse, se reanimó. Ahora no se discutiría la tolerancia de Obama con la dictadura de los Castro, sino la de sus antecesores de hace cuatro décadas con los gobiernos militares.
Varias organizaciones de derechos humanos alineadas con el kirchnerismo tomaron como un insulto que el 24 de marzo de 1976 sea recordado con un presidente norteamericano en Buenos Aires. El reproche supone una tergiversación. No sólo porque repudiar a Obama por la conducta de sus antiguos predecesores equivaldría a que los israelíes rechacen una visita de Angela Merkel responsabilizándole por el Holocausto. La condena olvida también los inestimables servicios que prestó el partido demócrata a la lucha por los derechos humanos durante la última dictadura argentina.
James Carter, que asumió la presidencia diez meses después del golpe, creó una Secretaría para Derechos Humanos para denunciar los crímenes del régimen militar. Al frente de esa oficina designó a Patricia Derian, quien en 1979 impulsó una inspección de la OEA para penalizar los delitos de lesa humanidad. Los demócratas Ted Kennedy y Hubert Humphrey promovieron una enmienda para suspender la asistencia norteamericana al Chile de Pinochet y a la Argentina de Videla.
Obama volverá sobre aquel tiempo. Condenará el aval de algunos de sus antecesores, sobre todo el republicano Richard Nixon, a las asonadas militares. También ofrecerá los archivos de su país sobre aquel período. Esa documentación puede conducir a conclusiones inesperadas. Por ejemplo, demostrar que la Casa Blanca, que promovió la caída del socialista Salvador Allende en Chile, sostuvo hasta donde pudo al gobierno de ultraderecha de Isabel Perón, que ya había emprendido la eliminación clandestina de los insurgentes de izquierda. También pueden aparecer testimonios que ilustren la relación entre algunos líderes de la guerrilla peronista con el Departamento de Estado.
Estas revelaciones tardarán en modelar la imagen del pasado. Como sostuvo Santos Juliá, la historia suele perder la batalla frente a la memoria. La idea que atribuye los males latinoamericanos a las maquinaciones de los Estados Unidos tiene una vigencia capaz de prescindir de los archivos. Evo Morales denunció el sábado pasado que Barack Obama está dando un golpe en Venezuela. ¿Reprochará Raúl Castro a su huésped esa perversidad?
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http://internacional.elpais.com/internacional/2016/03/21/actualidad/1458589744_041463.html
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