miércoles, 9 de marzo de 2016

Rafael Loret de Mola - El cambio peligroso

Madrid.- No sé si a ustedes, sobre todo los más jóvenes, les pasaría igual; pero yo me quedé petrificado a las puertas del Ministerio de Defensa, sobre El Paseo de la Castellana en Madrid, al observar a una chica bellísima, rubia y de ojos azules, alta y delgada, quien a su vez no dejaba de mirarme. En otras condiciones habría podido avizorar otras intenciones, no ahora. La que podría ser, vestidita a la vieja usanza –bueno, o a la moderna con unos jeans, por ejemplo-, no jugaba ni incitaba ni ligaba: Portaba el uniforme militar y tenía con ella una metralleta.

--Ni acercarme –le dije a quienes me acompañaban en el paseo, en tono jocoso, pasada la sorpresa-; es una especie de Rambo femenina.

--¡Cuidado con lo que dices! Si una palabra suena despectiva para una mujer... pueden llevarte a la comisaría. Aquí todos calladitos.

--¿Ni una broma?

--Allá tú si quieres arriesgarte.











En resumidas cuentas, la modernidad ya llegó, de tal modo, que el antiguo mundo de los hombres –en el cual, injustamente, se segregaba a las damas-, parece desmoronarse a pedazos pero llegando al otro extremo sin medias pautas ni lugares comunes. Hoy ellas mandan y gobiernan en gran parte. Hasta para formar un gabinete es menester tener una paridad absoluta que exalte a las féminas por encima de los currículos de los señores que, pretenciosos, buscan una competencia imposible: Es mitad por mitad y si la cuota masculina está cubierta, no hay más que hacer.

Me resulta difícil asimilarlo aunque intento comprender. Pese a ello, no denoto mayor felicidad entre quienes deambulan por las calles o pueblan los bares de tapas en la capital de una España en donde los regionalismos están desbordados y los rencores históricos vuelven a florecer. Por allí observé un cartón que dibujaba el presente con enorme precisión:

“Recuerda: Leganés –un barrio de la ciudad del chotís de Lara-, no es Madrid”. Así se ríen de lo que, en el interior de cada quien, se sabe: La escisión de Cataluña es cosa de tiempo; y después la del País Vasco; y más adelante, Galicia y así hasta que una maraña de Repúblicas rodeen al reducto de los Borbones en el Palacio de la Zarzuela. Por cierto, no pudo encontrarse una denominación mejor para la residencia de los monarcas porque el vaivén de los mismos, ante la fiebre democrática, más parece un inmenso salón de baile con los vaivenes correspondientes y las incidencias que forman parte de los chismes que se cuentan en voz baja.

En Madrid, apenas hace unos días, fue toda una parodia la investidura de un nuevo presidente del gobierno bajo el apremio de los radicales, encabezados por Pablo Iglesias –“El Colitas”, le llaman por aquí-, quienes aunque crecieron electoralmente –la mayor parte de los amigos con quienes he hablado no saben por qué ni entienden cómo es que tantos votaran por ellos-, aún están distantes de una mayoría que los validara para asumir el mando de la desunida nación. El derechista Partido Popular, que perdió en la mesa pero no en la electoral sino en la de los pactos posteriores, esto es sin poder alcanzar consensos para asegurar la gobernabilidad –algo que en México debiera ser prioridad entre la partidocracia insensible de nuestros días-, dejó sus privilegios porque Mariano Rajoy Brey, el anterior presidente, declinó la oferta del Rey para formar, como fuese, una administración integracionista.

Esta es, desde luego, otra España muy distinta a la que conocí hace ya algunas décadas. Pero con algo que me ha dejado sorprendido por la vuelta sobre los pies: De nueva cuenta se habla en voz baja, quedito, porque nadie sabe si en la mesa de al lado se comparten las mismas opiniones lo cual podría llevar a ásperas discusiones sin final y con una cauda enorme de calificativos... excepto si hay mujeres porque éstas arrebatan la palabra y sí pueden lanzar epítetos altisonantes sin el menor riesgo de ser escoltadas por la Guardia Civil. Los géneros, alegan, parecen cambiados.

En la vieja España, la gallardía era elemento esencial para demostrar el valor e incluso la temeridad; de allí que surgieran los “encierros” de toros que corren por las calles con los “mozos” por delante y las chicas crispadas con las manos tapándoles la boca para asfixias los propios gritos angustiados; hoy, se la toma de otro modo y son más las risas que los “ayes” en medio de un cataclismo de sensaciones cuyos barómetros no siempre van en la misma dirección: No son pocos, qué va, quienes opta por apoyar a la fiera enloquecida que a los hombres castigados por ella. Una disparidad que se lleva también al extremo, sin remedio.

Y, para colmo, lo de Cataluña. ¡Cómo enfada a los madrileños este tema! El independentismo de una región próspera los tiene fuera de sí, irritables al máximo, lo mismo que la pulverización política que dio forma a un gobierno amorfo, sin sentido y totalmente impopular desde su arranque. Es complejo explicar cómo se llegó hasta aquí cuando la mitad de los hispanos se sienten orgullosos de las testas coronadas porque Felipe VI está “bien preparado” y su reina, cuyo pasado “mexicano” se mide en morbosa curiosidad, asume protagonismos inalcanzables en la moda y en la soterrada competencia entre algunas señoras de la nueva aristocracia esparcida por el mundo:

--Vamos a ver: ¿a qué es más guapa Letizia que su Angélica?

No me atreví a replicar el desafío porque la “primera dama” mexicana no extiende simpatías por su belleza sino reproches por sus ambiciones al lado de su consorte: De ser una artista popular y querida, antes de la llegada del peñismo a su vida, pasó a ser, sin remedio, la villana de la película interminable de la corrupción que, por cierto, guarda tremendos paralelismos con la de la Iberia antes brava y hoy sometida al imperio de una ley que blinda a las señoras con mayor fuerza que los antiguos cinturones de seguridad:

--Aquí, absurdamente, infringir la protección jurídica a las mujeres es más grave, o caso, que los asesinatos seriales, de verdad.

--No creo que sea para tanto –me atreví a opinar-.

--O es peor, se lo aseguro. Sucede que se ha pasado a un nivel en el que los hombres deben ser sumisos ante las altanerías de ellas y éstas pueden asumir el papel de maltratadoras sin el menor castigo.

--¿No es recíproco? –pregunto al abogado Eusebio Caballero-.

--Pues no. Ocurre que los hombres que padecen las ofensas más abominables no denuncian por pena a que se mofen de ellos por su escasa varonía sin percatarse de lo parejas que van las cosas respecto a cuanto sucede en los hogares. Esta extraña situación es reversible, claro, cuando las pruebas son contundentes. ¡Pero cuesta mucho esfuerzo que el cauce tome su verdadero rumbo! Máxime si aparecen en el escenario juezas con dosis de amargura familiar dispuestas a cortar cabezas sin siquiera miras los expedientes y repasar los casos; y es toda una epopeya exhibir los puntos de agravio “al revés” –esto es de las mujeres a los hombres-, en una sociedad muy confundida.

Esta es mi primera impresión sobre la España moderna casi escindida. Y duele sobre todo a quienes pulsamos lo que era antes, con mayor alegría y menos rencores incluso bajo los atormentados lustros del odioso franquismo que aún permanece en algunos corazones, de aquellos cuyas familias no fueron infamadas o asesinadas, asegurando que no había entonces tantos motivos de controversia, desunión y arribistas políticos de pacotilla.

Quizá de esta fuente abrevan quienes, en México, añoran al porfiriato y están prestos a vindicarlos sobre todo para tomar posiciones tendientes a la prolongación del mando de la República en las mismas manos llenas de miseria humana y de bienes incontables.

E-Mail: loretdemola.rafael@yahoo.com



Leído en http://www.zocalo.com.mx/seccion/opinion-articulo/el-cambio-peligroso-1457508422



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