Para nadie es nuevo que durante las décadas de los años 60, 70 y 80 en México, uno de los estandartes de los partidos opositores al PRI era la libertad de expresión.
Tampoco es novedad recordar que los gobiernos del “partido único” imponían restricciones a la libre expresión, lo que ganó el mote de “prensa vendida” a no pocos medios.
Pero 30, 40 o 50 años después de aquellos años –ya en democracia y en pluralidad–, el de la “censura” se convirtió en tema dogma –verdadero acto de fe–, para cierta prensa, ciertos medios y ciertos periodistas.
Y el dogma de la censura llegó a extremos tales –con una delirante carga de fanatismo–, que cuando un periodista es despedido o separado por así convenir a los intereses de tal o cual empresa de medios, el despedido recurre a la victimización y al cliché de que su despido o separación fue producto de una perversa conspiración contra la libertad de expresión.
Según esa lógica, las perversidades del Estado y la libre empresa se confabulan para callar tal o cual voz periodística y para –con ello–, coartar la libertad ciudadana de escuchar esa voz única. Sostener ese argumento es lo más parecido al “necesariato”, al pensamiento único, dictatorial y –sobre todo–, negar la esencia democrática; negar la pluralidad de foros, voces e ideas.
En democracia todas las voces son necesarias, pero ninguna indispensable.
Sin embargo –y debido a que resulta políticamente incorrecto–, pocos dicen que en tanto entidades privadas de producción –los medios producen certeza en las noticias y opiniones parciales–, las empresas de medios tienen no sólo una responsabilidad social, económica y una línea editorial, sino el derecho de contratar y/o despedir a los periodistas que convenga a su interés
empresarial.
En el otro extremo, los periodistas tienen el derecho de trabajar para tal o cual empresa, permanecer o separarse, según el interés personal, periodístico o editorial del propio periodista. Y es que, en tanto entidades privadas y en tanto profesionales, nada obliga a una empresa de medios a contratar a tal o cual periodista y ningún periodista está obligado a permanecer en tal o
cual empresa.
Lo anterior –para calmar los ánimos exaltados–, no significa que no exista censura en México. Está claro, para el que quiera conocer del tema, que gobiernos municipales y estatales de todos los partidos –y el propio Gobierno federal–, recurren a todas las formas imaginables para esconder información o desviar la opinión.
Pero el mejor antídoto para esa y muchas otras modalidades de censura que aplican instituciones de Estado es la pluralidad de medios y la independencia periodística. Hoy es casi imposible callar una voz, sea una voz informada o una voz difaman, sea una noticia oculta o sea noticia inventada.
Y es que la tecnología y el de-sempeño periodístico multiplataforma facilitan que los periodistas –y no los medios–, sean dueños de su propia línea editorial.
Así, por ejemplo, en procesos electorales de Colima, Nuevo León, Tamaulipas y Puebla, empresas mediáticas cancelaron la difusión del Itinerario Político y la transmisión radial de La Otra Opinión.
¿Por qué el Diario de Colima canceló la publicación de esta columna, luego de criticar a los candidatos del PRI? ¿Por qué repetidoras de Nuevo León, Tamaulipas y Puebla bajaron del aire La Otra Opinión luego de acusar de pillos a los gobiernos estatales?
Porque es su derecho empresarial. Y si no gusta, podemos exigir cambio a la ley, pero no desgarrar vestiduras por la libertad de expresión.
Al tiempo.
Leído en
http://www.zocalo.com.mx/seccion/opinion-articulo/la-censura-y-el-dogma-1459506774
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