El sábado tardé casi cuatro horas y media en llegar a la Ciudad de México desde Tequesquitengo, Morelos. Salí de la ciudad morelense pasadas las 10 de la noche, esperando estar en mi casa poco después de la medianoche, pero no, concluí mi viaje pasadas las dos de la mañana. Es decir, tardé lo doble del tiempo que usualmente me toma hacer ese recorrido.
El tráfico fluía normalmente en la carretera de cuota Cuernavaca-México cuando, de repente, a eso de las 11 de la noche, faltando un par de kilómetros para llegar al pueblo de Tres Marías, los vehículos empezaron a detenerse.
“Seguramente ocurrió un accidente más adelante”, me dije. Después de todo, con demasiada frecuencia se ven terribles y fatales percances en las carreteras mexicanas debido a que no hay autoridad federal o estatal que vigile que quienes manejamos vehículos sepamos hacerlo, o que estemos sobrios y alertas cuando lo hacemos. Recordé en ese momento cómo unos días antes el hijo de un estimado colega murió en esa misma carretera cuando el coche en que viajaba quedó aplastado al caer sobre él el cajón de un tráiler doble remolque, propiedad de quién sabe quién, que era conducido por un chofer de 25 años de edad que venía bajo los efectos de drogas estimulantes.
Recorrí a vuelta de rueda, en unas dos horas aproximadamente, los kilómetros que faltaban para llegar a Tres Marías, en donde abandoné la mal llamada autopista para seguir mi camino por la carretera federal. En la caseta en donde con absoluta desvergüenza la empresa del gobierno Caminos y Puentes Federales me cobró la cuota por un servicio que no me proporcionó adecuadamente, un empleado de la misma me dijo que el tráfico se había detenido porque la empresa que construye las obras del segundo piso de Viaducto Tlalpan decidió cerrar la carretera, dejando varados a miles de personas que regresaban por ella a la cada vez peor gobernada Ciudad de México.
Es decir, por la decisión de un empleado de la constructora, o de un burócrata del gobierno de la Ciudad de México, fui condenado a pasar dos horas de mi vida dentro de mi coche, tiempo que podría haberle dedicado a alguna cosa más productiva o placentera.
Estoy seguro que, como yo, la mayoría de las personas que el sábado regresamos a la Ciudad de México por la autopista de cuota Cuernavaca-México pensamos en el jefe de gobierno Miguel Ángel Mancera.
Electo con 64 por ciento de los votos a su favor en junio de 2012, la gestión de Mancera es hoy bien vista por apenas 17 por ciento de los habitantes de la ciudad que gobierna.
Que yo recuerde, en la historia contemporánea de nuestro país y la de muchos países no ha existido un político que en sólo cuatro años haya despilfarrado su capital político como lo ha hecho Mancera. Porque eso de perder el apoyo de 47 por ciento de los que alguna vez creyeron en él es algo inusitado.
Me queda claro que lo que ocurrió el sábado en la noche, al igual que muchas otras cosas que no deberían ocurrir en la Ciudad de México, es culpa de los funcionarios que Mancera eligió para ayudarlo a gobernarla. Él no es el culpable de mucho de lo que ocurre, pero sí el responsable, y mientras siga manteniendo en sus cargos a funcionarios ineptos la gente le echará la culpa de todo lo que ocurra.
Es hora de que el jefe de gobierno haga una verdadera limpia de su gabinete. Aún le queda tempo de recuperar algo de la confianza que muchos depositaron en él.
Leído en
http://www.criteriohidalgo.com/a-criterio/mancera-es-responsable-pero-no-culpable-de-lo-que-no-funcion
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