lunes, 26 de septiembre de 2016

Leo Zuckermann - País de boleros

Promesas van, promesas vienen, y los resultados nunca llegan. O llegan a medias. Nos hemos vuelto especialistas en sobrevender el futuro, en resolver los problemas en el papel, pero no en la realidad. Somos, en este sentido, el país de los boleros. ¿Por qué?
Comienzo con los ejemplos. El presidente Peña tiene una respuesta de cajón cuando le preguntan por el problema de la corrupción. Hemos creado —presume— el Sistema Nacional Anticorrupción. Muy bien. Y es cierto: ya se aprobaron y promulgaron las leyes respectivas. Algunas disposiciones ­—como la obligación de presentar las tres declaraciones (patrimonial, de intereses y fiscal)— no pasaron porque eso hubiera desnudado a la clase gobernante. Pero, hombre, no seamos tan exigentes. Así es la democracia: no se puede pedir todo. El tema es que está aprobado todo un entramado institucional diseñado por los mejores expertos para terminar con uno de los peores flagelos nacionales. Pero, Houston, tenemos un problema: no hay dinero para implementarlo. En el proyecto de Presupuesto de 2017 no se le asignó ni un centavo a un sistema que entrará en vigor el año que entra. ¿De qué sirven tantas buenas leyes si no hay dinero para aplicarlas?








No vayamos lejos para encontrar la respuesta. En 2008 se aprobó la reforma del sistema de justicia penal para transformarlo en uno acusatorio adversarial. Los juicios orales, pues. Le dieron ocho años a la justicia federal y de los estados para prepararse a este enorme cambio. Resulta que la mayoría no invirtió los recursos necesarios para estar listos en ocho años. Hoy la reforma sigue siendo más promesa que realidad.
Otro ejemplo. Durante cuatro años de este sexenio tuvimos al frente de la Secretaría de Hacienda al rey de las promesas: Luis Videgaray. Desde el día uno prometió que la economía crecería por arriba de su tendencia histórica. Trimestre tras trimestre, con todo y la aprobación de reformas estructurales, Hacienda tuvo que salir a bajar sus pronósticos de crecimiento del PIB. Lo que no redujeron fue el endeudamiento público porque, como el gobierno pensaba que el ingreso nacional subiría, pues esto justificaba darle duro a la tarjeta de crédito. El PIB no creció como prometieron, pero la deuda, en cambio, se multiplicó creando un terrible problema.
Videgaray, por cierto, tuvo que irse del gobierno por haberle recomendado a su jefe, el presidente Peña, una reunión con Donald Trump que, en su mente, sería maravillosa para el país, promesa que terminó en uno de los grandes fiascos de este gobierno. Al quite, en Hacienda, entró José Antonio Meade, quien heredó el Presupuesto 2017 preparado por su antecesor. Heredó un mal proyecto que no está tomando en cuenta la gravedad de las finanzas públicas nacionales. Todos los expertos que he entrevistado coinciden que, con los números presentados, no se logrará el principal objetivo del Presupuesto 2017: tener un superávit primario. Esto sería terrible no sólo para el nuevo secretario sino para el país que, de por sí, ya tiene un problema de credibilidad frente a las calificadoras y los mercados de capitales. Meade, al parecer, ha entrado con el mismo optimismo de Videgaray. Si este año no controla el gasto para que cierre de acuerdo a lo presupuestado y no ajusta el del año que entra, acabará como otro funcionario más que le gustan las promesas, pero no entrega los resultados.
Pero esta enfermedad no es exclusiva del gobierno federal. Los gobiernos locales también se han vuelto expertos en prometer y prometer. Ahí está el caso del proyecto de Constitución de la Ciudad de México que envió Mancera a la Asamblea Constituyente. Un catálogo de mil quinientos derechos, incluyendo uno a gozar de la sexualidad plena, que nos hará felices a todos los chilangos. Desesperado por el tráfico vial, preocupado por la seguridad pública, harto de la corrupción de los funcionarios citadinos, llego a la obvia conclusión de que estamos frente a otro ejercicio más de prometer el Paraíso sobre la Tierra del Anáhuac. Una Constitución que sólo servirá para que nos pitorreemos de sus redactores.
Viendo esta tendencia entiendo por qué nos gustan tanto los boleros a los mexicanos. Esas canciones tan pegajosas donde alguien le promete a otro que le bajará el sol, la luna y las estrellas. Muchos hombres usan los boleros para enamorar a mujeres. Cuando éstas les informan que traen un bebé suyo en la panza, éstos salen corriendo para no aparecerse más. No por nada somos uno de los países con más madres solteras del mundo. Madres que, por creerse las promesas de los boleros, terminan sufriendo toda su vida por crédulas.
Twitter: @leozuckermann



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