Oligarquía |
3 Oct. 11
Mucho se ha escrito de Andrés Manuel López Obrador a lo largo de más de una década. No hay figura pública que active mayor respuesta emocional en el país. Para muchos es el emblema de una resistencia moral, para otros, una amenaza que no termina de extinguirse. No es difícil comprender por qué sigue siendo una figura polarizante: entre los políticos de aparador, entre los burócratas que gobiernan y legislan, el tabasqueño destaca por ser un dirigente auténtico equipado con pocas ideas pero con una convicción tan tenaz como hermética. El tiempo puede transcurrir, las circunstancias pueden cambiar pero él sigue con la misma idea fija, presente en cada uno de sus discursos, en cada una de sus apariciones. En medio de su simpleza histórica, a la mitad de los lugares comunes del más arcaico nacionalismo, entre su soflama conspiratoria, aparece una verdad del tamaño de un elefante que nadie más que él nombra. Estamos atrapados en un régimen oligárquico. Lo dice Andrés Manuel López Obrador todos los días y tiene razón.
Oligarquía. El clásico lo definía con claridad: gobiernan pocos, pero no los que son mejores, sino los que tienen más dinero. Los asesores de imagen no aconsejarían el uso de la palabra en una entrevista radiofónica. Hablar de la oligarquía podría denotar resentimiento, pesimismo, rencor. No es moderno hablar de esas cosas. Nombrar el gobierno de los ricos es regresar al viejo vocabulario de clase. Mejor transmitir un video que transmita confianza en las nuevas generaciones. Mejor difundir un mensaje alentador que anuncie un futuro fragante y colorido. La palabra oligarquía ahuyenta a los moderados, espanta a los centristas; da miedo. ¿Se irá a comer a los ricos el que denuncia su imperio? Mejor darle la vuelta al término y nombrar algunas deficiencias del diseño institucional, criticar a tal o cual partido, cuestionar al gobierno actual o responsabilizar a las oposiciones del atolladero. Vivimos en una democracia, dicen, y por lo tanto debemos rendirle tributo a la ficción de la igualdad política.
No será rentable electoralmente, no se escuchará en la televisión como un término fresco, pero pregunto si puede negarse el impacto político de la desigualdad en la política mexicana. Sería inimaginable que la desigualdad se mantuviera al margen del proceso político. Que levante la mano quien niegue la estructura oligárquica de México. Ya lo sabemos: la igualdad impera sólo durante la jornada electoral. En ninguna democracia esa equivalencia ante la urna es la experiencia política cotidiana. Pero entre nosotros, la desigualdad se magnifica por los abismos sociales y las deformaciones institucionales. ¿Pueden negarse las constantes muestras de servidumbre del poder político, su dependencia de quienes lo patrocinan o intimidan? En congresos y tribunales, en oficinas públicas y en agencias arbitrales impera, como siempre, el poderoso caballero. En los últimos años podemos registrar derrotas del Presidente, derrotas del PRI, derrotas de la izquierda. Derrotas de gobernadores, derrotas de presidentes municipales; derrotas del Congreso. Pero, ¿cuántos reveses han sufrido los propietarios de las grandes fortunas del país en estos años recientes? La democracia es el régimen en el que todo interés (sea político o económico) puede ser derrotado. Las élites políticas compiten, ofrecen su proyecto al electorado, se someten a su juicio, reciben la encomienda de gobernar o pierden la confianza del voto. Todo ello se inscribe puntualmente en el manual del proceso pluralista. Pero los gobiernos que surgen de esa competencia electoral parecen incompetentes para hacer prevalecer el interés público frente a la poderosa confederación de intereses económicos. He citado en alguna otra ocasión un dicho de filiación marxista que apareció en alguna manta de protesta en Europa y que me resulta irrebatible: "son impotentes aquellos por los que votamos; quienes tienen el verdadero poder no son electos por nadie". En efecto: oligarquía.
No sigo, desde luego, la interpretación de esa oligarquía como mafia, como federación criminal que ha confabulado para apropiarse del poder político. Tampoco creo que este fenómeno niegue relevancia al cambio democrático que vivió el país en las últimas décadas. La transformación del régimen político mexicano fue real y profundo: eliminó la concentración del poder en una figura y un partido político e instauró controles institucionales eficaces. Pero mientras el poder político se dispersaba y encontraba límites, el poder económico se fortificó, multiplicó sus alianzas, se insertó indirecta y directamente en el proceso electoral, maniobró hábilmente en los tribunales, capturó instancias de neutralidad. Ningún análisis de la vida pública mexicana puede negar la debilidad del poder político frente a los grandes potentados del país. Quizá la señal más contundente de que vivimos bajo un régimen oligárquico es que casi nadie habla de él.
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