Una de las revelaciones que guarda la Divina comedia de Dante es la de la eternidad: un tiempo en el que el pasado y el futuro quedan abolidos. La revelación se encuentra en el sexto círculo del
Infierno, donde habitan los que “el alma con el cuerpo morir hacen”. Allí, Farinata degli Uberti revela al poeta que después del Juicio Final los condenados quedarán fijos en su presente. Su razón, que en el infierno está ya amputada del pasado, no podrá más predecir el futuro, porque ya no lo habrá. Esta idea, aterradora para los condenados, debe extenderse también a los bienaventurados del Paraíso, quienes quedarán fijos en el gozo presente del amor.
Con la irrupción de la tecnología cibernética–que ha ido destruyendo en la percepción el tiempo y el espacio, con una espacialidad donde las distancias quedan suprimidas y todo parece simultáneo–
y el establecimiento del materialismo –no en el sentido marxista, sino en el del liberalismo económico, es decir, el de la satisfacción inmediata de lo que con el dinero puede obtenerse de
gozo material–, nuestra idea de pasado y de futuro, como lo anuncia la revelación teológica de Farinata, ha ido desapareciendo.
El tiempo del progreso, que sólo queda como retórica de los Estados y de las ideologías religiosas e históricas, ha dejado de existir en la experiencia de nuestra civilización. Ya no vivimos para
el futuro, sino en el ahora. La noción del fin de la historia no es una idea, sino una
experiencia traída por la revolución cibernética y el mercado global.
En México, esta experiencia puede verse en dos de los movimientos que con mayor fuerza han sacudido a México en los últimos cinco años: el del crimen y el de la rebelión del amor de las víctimas y de otros que se han unido en el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.
Mientras el primero, buscando una satisfacción material inmediata, vive la ausencia de la historia, de la moral y de la política y se fija, como los condenado de Dante, en el horror de la muerte del alma y del cuerpo del prójimo, que es también su propia muerte (sus satisfacciones están
pobladas de gritos, de gemidos y de horror), el segundo, en el dolor que une a las víctimas, vive en el ahora del amor.
Al buscar una justicia que el crimen y la incapacidad del Estado parecen amputar de futuro, las víctimas que se unen, se abrazan, se consuelan y encaran a los criminales y al Estado viven en su presente la justicia y la paz, y se abren así a lo que los criminales, al igual que Farinata, ya no pueden vivir: la esperanza, que es la espera de lo que ya está en su amor, pero aún no plenamente. En el ahora de ese amor está, por su misma intensidad, presente la eternidad de la bienaventuranza
eterna. Contra el crimen, que se fija en el presente cerrado de su horror; contra el Estado, que se fija en el infierno de sus burocracias y procedimientos –lo cual lo lleva a negar la humanidad de los otros, el dolor amoroso de las víctimas, expresado en el abrazo, en la comunión, en su andar
juntos, uniéndose a otros–, ese amor se vuelve un surtidor de correspondencias instantáneas que traen al presente la eternidad bienaventurada de Dios, donde el pasado y el futuro se unen.
El amor de los hombres y el amor de Dios es esa zona de correspondencias que llamamos analogía y cuyo verdadero nombre es felicidad. Esos momentos de amor son un anuncio, un presentimiento
de lo que es la verdadera eternidad. No la de Farinata, la de los criminales o la de los burócratas del Estado –que cerraron la entrada a muchas de las víctimas que llegaron al segundo diálogo en el
Castillo de Chapultepec, despreciándolas y revictimizándolas, y que están fijos en el presente de su imbecilidad–, sino la de la plenitud, hecha de justicia, de paz y de contemplación de lo que les fue arrebatado.
Esos momentos de amor son un don del ‘yo’ y el único paraíso eterno abierto a todos los hombres, siempre y cuando nos olvidemos de nuestro egoísmo.
Las víctimas son, en este sentido, muy poca cosa; son –lo dijeron en el segundo diálogo con Felipe Calderón– caña, hormiga, los más pobres de los pobres, las bajas colaterales, las viudas, los huérfanos, los que no tienen nombre porque perdieron a sus hijos, los despreciados, ajenos a cualquier seguridad y a cualquier justicia, los negados que desde hace seis meses se pusieron
a caminar para volverse un puenteque busca unir en el dolor, el amor, el acogimiento y el diálogo, el norte con el sur, el este con el oeste, el centro con los cuatro puntos cardinales, la izquierda con la derecha, el gobierno con los ciudadanos. Son bien poca cosa y, no obstante, la verdadera
eternidad los mece. Son un signo que el amor hace a otros que también aman y les devuelven el signo, pero también un signo perentorio que envían a los que “el alma con el cuerpo morir hacen” y que están fijos en la eternidad cerrada de su horror.
El bosque del presente es el lugar de la bienaventuranza o de la condenación.
En él las puertas están abiertas de par en par o cerradas para siempre.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco- CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de
la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Leído en PROCESO 1825
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