Desde la comodidad de sus oficinas blindadas, rodeados siempre de escoltas, los poderosos en México, empezando por Felipe Calderón Hinojosa, el comandante en jefe de las fuerzas armadas, el artífice de la estrategia de combate al crimen organizado, lanzan encendidas arengas patrióticas, se dicen dispuestos al sacrificio y ordenan a sus tropas marchar a la guerra.
Ningún riesgo corren, ni ellos ni los suyos. Nunca estarán entre las víctimas de una masacre; ni en Sinaloa, ni en Jalisco, ni en Tamaulipas, ni en Chihuahua, ni en Veracruz. No serán ellos los que caigan, ni serán ellos a los que, de un plumazo, se culpe, al son del “se matan entre ellos”, de su propio asesinato.
Están y estarán, lo saben perfectamente, siempre a salvo; en Palacio mientras le dura el gusto y después en el exilio dorado que, por supuesto, pagarán nuestros impuestos. Son otros los que pagan sus delirios de grandeza; su terquedad, su ceguera.
Son los jóvenes de este país, empobrecido y ensangrentado por causa suya, a los que, de un lado y otro, toca matar y morir. Son los jóvenes los que caen; los que, como en todas las guerras, se vuelven víctimas y victimarios.
Las únicas batallas importantes: la de la educación, la creación de empleos y oportunidades, el bienestar y la disputa de la base social al crimen organizado ni quieren, ni pueden, ni saben librarlas quienes gobiernan este país. No les importa. Siempre han visto con desdén a ese pueblo del que ahora se dicen salvadores.
Menos todavía son capaces de librar la batalla, esa sí crucial, contra las fuentes de financiamiento del narco. No les conviene. Los delincuentes de cuello blanco; los que pagan los salarios de capos y sicarios están, también, como ellos, entre ellos, a salvo. Nada les impide seguir medrando con la muerte.
A esos, los patrones de la muerte los dejan, simplemente, hacer y deshacer. ¿Qué sería de su tan cacareada estabilidad macroeconómica sin ese dinero producto del narco? ¿Qué sería, sin ese oxígeno vital que representa el dinero sucio, de la economía nacional?
Tampoco, estos poderosos, tienen la dignidad y el coraje para enfrentar a Washington. Al contrario, sumisos y obsecuentes mendigan elogios de la Casa Blanca y unas migajas de ayuda militar. Ayuda que esclaviza, elogios que se dan a cambio de la soberanía nacional.
Nada hacen realmente para exigir a Washington que el consumo de droga al norte del Bravo se combata efectivamente. Nada hacen para que se persiga a los cárteles estadunidenses y a las autoridades corruptas que, de aquel lado de la frontera, les permiten operar impunemente.
Al contrario, comprándose la versión xenófoba y simplista de la amenaza externa, con las que los norteamericanos alimentan la paranoia interna, se embarcan, nos embarcan, Felipe Calderón y los suyos, en una guerra por encargo.
Una guerra que no tiene perspectiva alguna de victoria y que, como otras trágicas aventuras de Washington allende sus fronteras, se libra, más bien, como una serie de operaciones de “limpieza social”. Total, los muertos los ponemos nosotros; ellos con dólares y armas sólo aceitan la maquinaria.
Total los muertos, los desaparecidos, los combatientes en esta guerra que Calderón ordena y a Washington conviene; son en su inmensa mayoría jóvenes; esos mismos jóvenes, abandonados por el Estado, condenados a sobrevivir en los márgenes de una sociedad que ofrece mucho a muy pocos, casi nada a la inmensa mayoría.
Jóvenes de esos que en otras condiciones y antes de que el crimen organizado en connivencia con las autoridades regulara a sangre y fuego el flujo migratorio, intentarían cruzar la frontera en busca de mejores oportunidades de vida. Una vida que aquí antes se les regateaba y hoy, simple y llanamente, se les quita.
Porque jóvenes son los que mueren en las filas del Ejército y jóvenes son los que matan en combate y los que rematan a los heridos en una guerra donde, contra las reglas de cualquier confrontación armada, es siempre mas alta la cifra de muertos que la de heridos o capturados.
Jóvenes son también esos a los que el narco, por plata o plomo, manda a matar y a morir. Los que decapitan, mutilan, torturan. Los que extorsionan, secuestran, asesinan. También los que mueren de sobredosis o los que, dañados de por vida, van de una droga a otra.
Jóvenes son también los que mueren en el fuego cruzado. Los que caen en retenes y emboscadas de unos y otros. Los asesinados cuando van a la escuela, juegan en un campo deportivo, o se divierten en una fiesta en una barrio cualquiera.
Es rentable políticamente, es sumamente fácil desde el poder y para Felipe Calderón, conducir una cruzada, enarbolar una bandera manchada con la sangre de otros, disfrazarse de general, asumir la postura de salvador de la patria y hacer discursos; total son otros los que mueren; total, son nada mas jóvenes y en tanto jóvenes, en este país, desechables.
¿Cuántos más habrán de seguir matando y muriendo antes de que el sexenio termine? ¿Hasta cuándo vamos a permitir esta sangría?
¿Cuándo le ataremos las manos a los que, con tanta facilidad, han hecho de la guerra nuestro
destino?
destino?
Lo mismo en http://impreso.milenio.com/node/9068019
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