Bruno H. Piché: Con crisis económica, social, política, de seguridad, ¿por qué crees que no se ha levantado en México un movimiento de "indignados" o fenómeno social semejante al de otras partes del mundo, intergeneracionales y con clases sociales distintas?
Roger Bartra: El movimiento de los indignados lleva claramente el sello del nuevo milenio. Es una ácida crítica a la sociedad moderna que contiene una carga moral poderosa. El desarrollo económico y la riqueza acumulada se basan en una promesa no cumplida: hay un amplio sector de la población que ha sido marginado en medio de la prosperidad y no encuentra la posibilidad de vivir una vida digna. Pero en los países atrasados como México todavía se lucha por alcanzar plenamente la modernidad y el peso de la población en condición de miseria es tan abrumador que aplasta las quejas de quienes han podido cultivar la dignidad y la sienten amenazada. La masa de población pobre está tan exhausta con las tareas de sobrevivencia que no ha podido generar una cultura de la dignidad. Por ello, no se indigna, aunque sufre terriblemente una condición muy poco digna.
La dignidad crece con la igualdad y se desarrolla en la vida civil cuando la mayoría de la gente está convencida de que merece un lugar en la sociedad: un espacio donde trabajar, vivir y gozar libremente. La dignidad impulsa una especie de, digamos, meritocracia igualitaria que permite una convivencia civilizada en una sociedad capaz de generar suficiente riqueza. Hay que despojar la idea de dignidad de toda connotación teológica; es una idea que sustituye en la vida moderna la vieja idea del honor, y que crece con la igualdad.
BHP: ¿Crees que es pertinente hacerse la pregunta sobre cierta condición mexicana que inhibe este tipo de manifestaciones, aún en situaciones de franco deterioro y emergencia?
RB: En México han estado casi ausentes las grandes tradiciones de la izquierda en el mundo: el comunismo y la socialdemocracia. Estas dos corrientes no enraizaron y no se modernizaron en nuestro espacio político. Esto ha provocado una gran penuria y una falta de experiencia política en los movimientos sociales, que han sido captados por la cultura populista. Y el populismo no es propicio a la indignación; propicia más bien sustitutos blandos, nacionalistas e institucionalizados de la idea de revolución. Los indignados en Estados Unidos y en Europa no quieren revolución: quieren empleos y una vida digna.
BHP: ¿Considerarías al movimiento de Javier Sicilia como parte integrante de esa red mundial de "indignados"?
RB: Otro factor que inhibe la indignación es el peso del miedo ante la inseguridad y ante el aumento alarmante de la criminalidad. La idea equivocada de que se vive una guerra contra los narcotraficantes y secuestradores ha acaparado la atención de las clases medias y ha ocultado los problemas políticos reales. El movimiento de Javier Sicilia responde al miedo, no a la indignación. Los medios masivos de comunicación han auspiciado la histeria y el miedo. Con ello han frenado la expansión de una sociedad civil capaz de cultivar una vida digna. Y sin dignidad no hay indignación.
En la democracia la gente se convence de que cada uno tiene un valor que impulsa su libre albedrío. Esta dignidad moderna tiene incluso un lugar destacado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Habría que acudir tal vez a Tocqueville– aunque él no usó mucho la palabra –para entender cómo crece una dignidad democrática en los Estados Unidos y en Europa.
BHP: ¿Crees que el mexicano como tal, encerrado en su jaula de la melancolía, atrapado en las redes del poder político, es por naturaleza incapaz de levantarse a protestar?
RB: Una gran parte de la población sigue encerrada en la jaula de la melancolía, a pesar de que la transición democrática ha abierto la puerta de salida. Por ello es probable que el partido del viejo autoritarismo conquiste en 2012 la presidencia. El priismo es una enfermedad política y muchos mexicanos son portadores del virus. Por ello quieren regresar a un pasado que les parece más seguro que un presente abierto a muchas alternativas.
En México, desdichadamente, creció una cultura política que definió un carácter nacional sumergido en la desidia, la zozobra, el relajo, el sentimentalismo, el resentimiento y la evasión. En esta cultura no había espacio para la dignidad. El pueblo era definido como una masa de indios agachados y de pelados albureros. En esta cultura cantinflesca no cabía la dignidad democrática. Esa es la cultura política que legitimó al autoritarismo nacionalista del que surgió esa patología, ese morbo melancólico que engendró el régimen de la revolución institucionalizada.
BHP: ¿Es posible pensar que, en efecto, hay movimientos de indignados en México pero reunidos alrededor de un sólo tema (las madres de la guardería ABC, las madres de Ciudad Juárez), que operan en escalas que se diluyen entre las redes del poder político o bien que utilizan mecanismos alternativos de protestas?
RB: Es posible que haya movimientos de indignados en forma larvaria. Pero aún no son visibles. Para que surjan será necesario primero que se expanda en la sociedad civil un orgullo por haber logrado una transición democrática pacífica. Una sociedad orgullosa de sus logros es mucho más capaz de exigir un comportamiento digno a los políticos y, sobre todo, a los banqueros y empresarios que se enriquecen de manera salvaje. Pero predomina la idea de que la democracia es la misma porquería política que siempre habíamos tenido o bien, que la democracia todavía no llega a México. En ambos casos cunden el pesimismo y la melancolía y se estimulan reacciones conservadoras.
BHP: ¿Estarías de acuerdo en que los mexicanos solamente se agrupan en situaciones de catástrofes naturales (el sismo del 85 sería el ejemplo más obvio), si bien temas como la falta de seguridad-cobertura social y de seguridad en las calles ya es casi una catástrofe de todos los días?
RB: Los mexicanos están más agrupados de lo que pareciera a primera vista. Hay partidos, hay sindicatos, hay iglesias, hay toda clase de organizaciones. De hecho, acaso hay demasiada rigidez en las agrupaciones que institucionalizan y anquilosan la vida social. Ante las coyunturas, ciertamente, es difícil que se surjan nuevas agrupaciones, salvo en casos de catástrofe.
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