Tan agradable es tener uno, que el secretario particular —puede ser secretaria— se ha extendido en nuestra burocracia con furia. Todo mundo quiere su particular. Parte del exceso de nuestros políticos, siempre rodeados de staff. Un invento de nuestra administración pública para decir otra cosa de lo que es. Para que el funcionario no se moleste con tonterías, o sea, con su chamba.
Hace muchos años fui invitado a ser director de Comunicación Social de una secretaría de Estado. Me mostraron la plantilla de casi 200 individuos que dependerían de mí, incluidos, por supuesto, varias secretarias y un secretario particular.
Pregunté: ¿y para qué sirve un secretario particular?
—Para todo lo que tú no quieras o debas hacer —me dijeron.
No agarré la chamba por otras razones y nunca he trabajado en el gobierno, y, por tanto, nunca he tenido un particular, pero debo confesar que desde entonces tengo cierta fijación con la figura.
Un secretario es “particular”, para diferenciarlo de uno “privado” o uno “compartido”, que de todo hay en la administración.
En 1936, un estudio sobre la Administración Pública describía así el puesto: “El colaborador más inmediato al presidente de la República es su secretario particular. Este funcionario presta al primer magistrado su más inteligente y esforzada cooperación en los múltiples y complejos asuntos de su incumbencia y aparte de su trabajo habitual tiene el deber de atender a los periodistas y a todas aquellas personas que el presidente no puede atender por falta de tiempo”.
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