Recobramos antiguos ritos: una palmada en el hombro, más sonrisas, nombres de personas y de lugares que afloran como un torrente.
Ilustración: Mario Fuantos
Al principio no lo reconozco. El suyo es un rostro como cualquier otro. Camina bajo la lluvia fina, con la cabeza descubierta y las manos en los bolsillos del chaquetón impermeable. Pasa por mi lado y me mira un instante, tímido y confuso, como si dudara entre saludarme o no, antes de seguir su camino sin decir nada. Entonces, de golpe, recuerdo. Me detengo y lo llamo: grito su nombre por encima del ruido de los automóviles. Se detiene como sorprendido, al oírlo. De que lo recuerde. Y se vuelve hacia mí. La ropa de paisano le sienta mal; no parece propia de él. Ha engordado, y el pelo que le queda es gris. Sin embargo, la sonrisa es la misma. La cicatriz del mentón —estuve presente el día que se la hizo, o se la hicieron— se embosca entre las arrugas de la cara, en la piel recién afeitada.
—Niño —dice.
Me hace gracia el viejo apelativo, tanto tiempo después. Así me llamaban él y sus compañeros: yo tenía entonces veintitrés años. También lo llamo ahora como entonces.
—Mi capitán —respondo.
Nos estrechamos la mano, entre las luces de los escaparates y los semáforos que se reflejan en el suelo mojado. Tras las primeras palabras quedamos en silencio, mirándonos cautos mientras nos reconocemos los adentros. Resolviendo si es cosa de seguir cada cual su camino, o de quedarse un rato. Recordar y recordarnos. Nos miramos indecisos hasta que, de mutuo acuerdo, decidimos recordar. Con asombrosa naturalidad recobramos antiguos ritos: una palmada en el hombro, más sonrisas, nombres de personas y de lugares que afloran como un torrente. Y luego buscamos un bar apropiado. Una tasca del Madrid de los Austrias, casi vacía. Nos acodamos en la barra, él pide una cerveza y yo un vermut rojo; y con ellos pasamos revista a los recuerdos mientras desgranamos un rosario de nombres queridos: el teniente coronel López Huerta, el comandante Labajos, el capitán Gil Galindo, el teniente Rex Regúlez, el cabo Belali uld Maharabi, el teniente Albaladejo… Casi todos ellos están muertos hace mucho tiempo. Como decíamos entonces, dejaron de fumar.
Me habla de mis novelas, que ha leído todas. O eso dice. Del capitán Alatriste, que como veterano soldado es, naturalmente, su favorito. Por mi parte hablo de él mismo, de mis recuerdos a su lado. De su juventud, que durante ocho meses también fue la mía. De otros países, otras fronteras y otras guerras que vinieron después. De nuevos compañeros y amigos en los que, sin duda, se habría reconocido. Al fin, con la tercera cerveza y el tercer vermut, me cuenta de su mujer, de sus dos hijas. De sus tres nietos. De cómo acabó siendo su trabajo hasta su hace poco: la mesa cubierta de papeles, la jornada con horario burocrático, el desesperado aburrimiento que en los últimos tiempos invadió hasta el último rincón de su vida. El piso familiar que reservó para su jubilación —Melilla, apunta con una luz singular en los ojos, África a fin de cuentas—. La rutina, los años, la resignación. El consuelo de los recuerdos. De lo que en otro tiempo fue, o creyó ser. Hace siglos, comenta con una sonrisa amarga, que en su vida no hay sorpresas, noches en vela, escaramuzas en el desierto, patrullas nómadas bajo la Cruz del Sur, chicas como las del cabaret de Pepe el Bolígrafo, soldados fieles —a los que traicionamos como a perros, apostilla— como los saharauis de su tropa nativa. Se acabó, amigo. Safi. Una vez fui de vacaciones, en plan visita, a los campamentos de Tinduf, añade. Y me pasé el tiempo llorando.
Cuando salimos de nuevo a la calle, las luces verdes de los taxis pasan por Puerta Cerrada. Miro el reloj. Siento marcharme, digo. Tengo una cita de trabajo. Asiente, comprensivo. Está claro que no desea que nos separemos. Soy parte de su memoria, de sus sueños perdidos y sus nostalgias. Durante tres cervezas ha vuelto a ser el que era, junto a un testigo de lo que en otro tiempo fue: un joven oficial que aún creía en patrias y banderas mientras jugaba a los héroes en un escenario perfecto e irrepetible. Y en cuanto nos separemos, a ojos de cuantos se crucen con él —pocos llevan la biografía escrita en la cara—, volverá a ser un transeúnte más: viejo, anónimo, de aire fatigado. Quizá por eso hay una amarga desolación en su sonrisa cuando estrecha mi mano y vuelve la espalda, alejándose. Aunque se detiene a los tres pasos, como si hubiera olvidado algo.
—Allí no había nada —dice de pronto—. Sólo viento y arena, ¿te acuerdas?... Pero era el lugar más hermoso del mundo.
Lo mismo en http://impreso.milenio.com/node/9081468
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