domingo, 18 de diciembre de 2011

Héctor De Mauleón - La invasión


El 9 de diciembre de 1861, desde el puerto de Veracruz, un corresponsal anónimo envió una breve carta a las oficinas de El Monitor Republicano, en San Juan de Letrán número 3.

Los editores de aquel célebre diario liberal, Vicente García Torres y Florencio M. del Castillo, rompieron el sobre y la leyeron temblando. La comunicación indicaba que cinco vapores de guerra habían tomado posesión de Antón Lizardo, y avanzaban hacia Veracruz.

Esa carta escrita hace exactamente 150 años, cerraba con esta frase: “La guerra ya no es una ilusión”. Los años de la intervención extranjera en México habían comenzado: se nos venía encima el mejor ejército del
mundo, el de Napoleón III, acompañado por seis mil 200 efectivos españoles y 800 infantes ingleses.

En aquellos días estaban de moda los Curativos Galvánicos del doctor Chrystye, un charlatán que en la esquina de San Francisco y Vergara prometía curar con cinturones y collares magnéticos, el reumatismo, la
dispepsia, los temblores y la perlesía.

En aquellos días, Florencio M. del Castillo redacta un artículo sobre el color de la ropa y el carácter de las mujeres: “Las mujeres que gustan del color blanco son ordinariamente buenas, cándidas, propensas a la melancolía. Las aficionadas a los azules son celosas e inconsecuentes en el amor; locas por los bailes y tertulias, pero sensibles a la amistad…”.

El redactor tuvo de dejar de lado todo aquello, para destacar una nueva carta enviada el 14 de diciembre por su corresponsal: “Hoy llegaron a Sacrificios cuatro grandes vapores, y de ellos se desprendió un bote con dos jefes que vinieron a intimar la evacuación de la plaza … Dios proteja a la Patria y nos de paz honrosa o muerte gloriosa antes de sucumbir humillados”.

La invasión era, entre otras cosas, la respuesta de las potencias extranjeras a la decisión del gobierno de Benito Juárez de suspender por dos años el pago de la deuda externa de México. Era la reacción del
partido conservador frente a las Leyes de Reforma, que nacionalizaban los bienes del clero, y privaban a la iglesia católica de los recursos materiales con que había financiado durante años la sangrienta guerra
civil. 

A juzgar por el tono de las notas publicadas en cascada, el anuncio de la guerra fue leído en las calles con aire fúnebre. En el ejército mexicano había un fusil por cada tres o cuatro soldados. El arsenal estaba formado por mosquetones de 1817 y 1829, y por piezas de artillería tomadas a Napoleón en la batalla de Waterloo, vendidas después a los mexicanos. La tropa era un conjunto de hombres semidesnudos, armados con machetes.

Lorencez, el jefe de la expedición francesa, estaba tan seguro de su victoria, que escribió a su ministro de Guerra: “Tenemos ante los mexicanos tal superioridad de raza, de organización, de disciplina, de
moral y de elevación de sentimientos, que ruego a Vuestra Excelencia decir al Emperador que ya, desde ahora, a la cabeza de seis mil 000 soldados, soy dueño de México”.

El 15 de diciembre, con un discurso trémulo, Benito Juárez ofreció levantar la suspensión de pagos y llegar a un acuerdo civilizado con los invasores. No había, sin embargo, marcha atrás. “En medio de las
circunstancias más difíciles que han rodeado a México desde su Independencia”, Juárez prometió “emplear toda la energía que inspira el amor a la Patria y la conciencia del deber, para impulsar al país a
defender su revolución y su independencia”.

Cientos de ciudadanos hicieron cola en el Ministerio de la Guerra para pedir “que se les emplee en la campaña contra los invasores”. El general Ignacio Zaragoza levantó un cuerpo de zapadores, formado por 800 hombres, indígenas en su mayoría, “y el señor Díaz Mirón obtuvo permiso para levantar una guerrilla en el estado de Veracruz”.

Ese mismo día, 15 de diciembre, Veracruz fue evacuado. Se prohibió a la población abastecer de alimentos a los invasores y se dispuso sacar el ganado y destruir todas las vituallas en ocho leguas a la redonda. Para
sobrevivir, los invasores tuvieron que embarcar víveres desde Cuba.

Lorencez ignoraba que había llegado al infierno. No había salido en el laberinto. Un oficial francés avizoró lo que iba a ocurrir: “La política del enemigo consiste en destruir todo a nuestro alrededor. Es un sistema
estupendo. No sé que es lo que vamos a hacer si ese estado de cosas se prolonga un mes más”.

A 150 años de aquello, en otras circunstancias difíciles, no está de más releer, revisar, recordar. Ha quedado escrito lo que, llegado el caso, este país puede hacer.

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