Dicho lo anterior, prefiero ponerme del lado de quienes son pillados fuera de una bibliografía. Me resulta insoportable el esnobismo que se burla del incapaz de citar de bote pronto un título, autor. Y ya me tocó padecer a un presidente culto que acompañaba sus decisiones con frases que iban de Seneca y el “México tiene puertos de destino”, a “defenderé el peso como un perro”. Daba lo mismo.
He tratado a tres generaciones de políticos y dudo que más de un puñado haya leído, en serio, un par de novelas de Fuentes o Vargas Llosa. Calculo que hoy no debe haber otro puñado que haya leído a nuestros compañeros de páginas Cristina Rivera Garza, David Toscana, Xavier Velasco. Por no hablar de autores extranjeros, como Jonathan Franzen, Ian McEwan, Ricardo Piglia. De La educación sentimental, de Flaubert, mejor ni hablamos.
Creo, además, que a un amante de la lectura no le va en juego la vida si el otro (vecino, gobernante) es un bruto. La lectura es placer, intimidad. Lo escribió con humor Bohumil Hrabal en el maravilloso arranque de "Una soledad demasiado ruidosa": “Los libros me han enseñado, y de ellos he aprendido, que el cielo no es humano en absoluto y que un hombre que piensa tampoco lo es (…) Soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí y cuáles he adquirido leyendo”.
Así que José Luis Borgues se puede ir mucho al carajo.
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