La Navidad te recuerda que eres amor. Así te lo enseñaron, pero tras cuarenta y tantas navidades las palabras pierden fuerza y sentido. Esta noche, sin embargo, hay algo extraordinario. ¿Añoranza? No precisamente, pero sí algo capaz de sacudir el polvo de objetos que en todo el año nadie toca. Como nunca, salvo en tu remota infancia, pareces presa de ese llamado a los cambios que flota en el aire decembrino. El espíritu de renovación también resucitó en ti porque todo se mueve aunque tú te creías agobiantemente quieto, sin más novedad que lo de siempre: las deudas, tus viejos enfermos, las cuentas del deber, la rutina. Pero esta noche la diferencia empieza por la casa misma: sacudida hasta su último rincón para recibir a todos. “Cómo han crecido tus hijos”. “Y los tuyos”. “Estás irreconocible”. En efecto, los niños crecen y, al juntarse los de varias familias, el primerío arma tal contento que todos recordarán esta noche. ¿Pero tú estásirreconocible? “Como que estás coloradito, mijo”, te dice la tía que afirma conocerte hasta en tus silencios. Supones que hay algo de eso, “pero no es el alcohol, tía”, y vuelves a pensar, no, querida tía, mientras los perros de la impaciencia ladran feroces en tu cabeza orillándote a la acción. Las once cuarenta: el crucificado, no el niño, está a punto de nacer y sí, tú estás irreconocible. Al menos para ti mismo. Tú, ajeno de ti, sacudido por una fuerza que, para empezar, quise definir como inquietud. ¿Pero la palabra euforia te describiría mejor? Estás endiosado, poseído, capaz de ser piedra de escándalo, pero aún todo carbura en tu interior y eso, la secrecía, te corroe el alma. Acaso adivinan colores distintos en tu cara, aunque no es rojo el color del deseo, ni sólo negro el de la angustia. Tú, por el contrario, te miras pálido en la esfera navideña. ¿Desesperación pues? Tampoco, estás impaciente pero una inverosímil esperanza te inunda. Hasta esos abrazos de familia que sólo se ve las caras una vez al año, despiertan tu asombro ante los cambios. ¿Extrañeza entonces? Al menos la constancia de que el tiempo se va y deja estragos. De hecho, los minutos pasan y el vaivén de emociones te deja inestable y con temor de que alguien huela tu desasosiego, a tal punto sudas. ¿Pero en realidad qué sientes? ¿Amor? No, si eres honesto, no. ¿Deseo simplemente? En la superficie, pero hay algo más hondo, algo que te haría capaz de traspasar límites, de pulsar, aunque fuera un instante, la cuerda que arruinara el concierto, o estirarla hasta que reviente para luego hacer añicos el instrumento mismo. Tal vez ahí habita lo verdaderamente irreconocible: ir más allá, dinamitar la arquitectura de los años y la estabilidad y las fotos de familia que adornan la casa y las navidades y promesas y toda esa reunión de lazos de sangre. ¿Pero por qué esta noche y con todos para atestiguarlo?
Los infieles se encarnaron con fe, tanta que aceptaron el reto: “nos hablamos a las doce en punto, pase lo que pase, estés donde estés y en lo que estés”. Lanzaron la moneda al aire y perdiste. El obligado a marcar el teléfono serías tú y ella, también rodeada de su esposo, sus hijos, su gente, la obligada a contestar. El tinglado de dos infieles es simple: uno dizque llama para felicitar a un amigo y la otra responde monosílabos. Casi un lugar común de tan vulgar y pedestre. Pero ustedes invocaron el incendio: se obligaron a una declaración importante en plena lucha de las manecillas del reloj, cuando están en pugna, mitad por mitad, a brazo partido. Tú tienes que declarar: “quiero coger contigo esta noche. Feliz Navidad”. Y ella tiene que responder: “Mi deseo es irme, fugarme para siempre, contigo”. Y dan las once cincuenta y cinco, pero no te mueves. “¿A dónde vas?”, crees oír. “Dejé el celular en el coche”. “¿Para qué lo quieres? Estamos a punto de brindar”, responderá tu esposa con inocencia, con la paz del cordero que renueva el mundo con su sola mirada. “Tienes que salir ya”, te dices angustiado porque no te atreves a hablar ahí, ante todos, mientras tu mano reposa en una humilde esfera transparente, con su paisajito interior, que adorna la mesa con el teléfono. Hay una promesa real y ya son las once cincuenta y seis y entonces te miras abrir la puerta del departamento y bajar corriendo la escalera hasta la calle. Se ven las ventanitas del edificio encendidas y el auto y un mono de nieve con la bufanda verde y la cara “coloradita” como la tuya. Ahí quieto, te miras paralizado en medio de la calle con un teléfono celular en la mano, rodeado del pequeño paisaje que encierra una esfera de ilusiones tan ilusorias como el tiempo. Y el mono de nieve marca el número y dan las once horas y cincuenta y nueve minutos mientras el teléfono llama y llama como la sirena de un buque en altamar, perdido en medio de la nada, y yo, al ver que tú no te atreves a hablar, que acaso también te piensas tan hecho de traiciones y promesas vanas, de una absoluta incapacidad para no jurar el nombre de Dios en vano, agito la esfera y la nieve cae y cae como los segundos, como la espera, como la mano de mi mujer que toma mi hombro y dice, al verme tan absorto ante la esfera con el paisajito en la nieve: “abraza a tus niños”.
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